sábado, 5 de agosto de 2023

ELLA, por Alba Escudero Hernández



            El sudor sonaba cada segundo al chocar contra la dura tierra que labraba. Eran tan sólo las seis de la mañana y ella ya estaba conectada a cada raíz, a cada pedrusco que encontraba al paso ascendente de su pequeño mancaje por entre las plantas escasas que este verano había podido ver crecer.

Líneas arraigadas, huellas de esfuerzo y grietas de sacrificio se asomaban en aquellas manos que, con tanta delicadeza, golpe tras golpe, sembraban para dar a sus hijos el alimento que necesitaban, en aquellos tiempos de hambre y tristeza que discurrían tan lentamente donde el simple hecho de cultivar ya era un tesoro familiar.

Y sin cesar, se vislumbraba a la luz del alba su silueta, su pañuelo como el ámbar para que los primeros rayos de luz que asomaban no dañaran su rostro, su mandil para secar las gotas que discurrían por su frente y sus alpargatas, llenas de miseria, de sufrimiento, pero a la vez de vida.

Así era ella, una mujer empoderada y valiente que guerreaba con la labranza cada amanecer pero que, tras ello, con el serón de su burra cargado de algunas patatas, un par de melocotones y alguna que otra ciruela escondidas entre un ramillete de alfalfa, se encaminaba hacia su cueva, su hogar tallado bajo un hermoso cerro de tomillo y jara.

Y allí, al llegar, se postraba delante de la fachada de barro, blanca por la cal recién echada, donde sólo colgaban unas transparentes camisetas diminutas y una ristra de pimientos rojos secos de los que pocos quedaban. Al lado de ella, se encontraba un pilarcillo donde ataba a su burra, allí, sí, allí, estaba ella, lavando su flácido rostro con el agua fresca de su cántaro y sus recias manos para intentar domar las líneas de la vida y hacerlas más tiernas. Una vez lavadas y secadas con su mandil, desatando las frágiles cuerdas de este, lo dejaba secar a la fresca en la guita negra que tensa se apoyaba de esquina a esquina de su fachada, junto a las cuatro camisetas que en nada quedarían de nuevo manchadas.

Una vez que su tez se encontraba ya más fresca, sigilosamente entraba a su pequeño hogar labrado en arcilla, como si de una pieza de alfarería se tratara, para entrar en el primer cuarto y dar un cálido beso en la frente, junto con una sonrisa entornada, a sus cuatro chiquillos que aún dormitaban en su colchón de farfollas, tapados con una ligera manta.

Los miraba sin cesar, miraba los rostros angelicales de sus pequeños retoños, de su prolongación de vida porque, sólo ella sabe, en aquel lugar, que otro día más de lucha por la vida se le otorgaba. Lucha por sacar adelante a aquellas cuatro criaturas, con la desdicha de saber que se encuentra sola en aquel mundo, sola porque así lo decidió el destino al arrebatarle a su marido del alma. Y sin más, tras verles despertar, tras ver esos ojos iluminados que la miraban, esas muecas y esas manitas que se agarraban fuertemente a las suyas, sin más, supo de nuevo que, por ellos, valía la pena amanecer cada mañana.

Aunque el alma aún debía de sanar y cicatrizar las heridas que albergaba, tenía que dar gracias a la vida por dejarla respirar una vez más, por tener en propiedad su pequeña cueva y su rincón hortelano que tantos sin sudores le costaba, por ver, acoger y acompañar en el camino de la vida a sus cuatro descendientes que, sin duda, cuando tengan la tez ya más castigada, entenderán y valorarán la gran labor que su madre hizo en aquel tiempo, por ellos, siempre y ante todo, por ellos.

A veces pensó en desaparecer, en cambiar a otro lugar, en tomar de la mano a la suerte, pero decidió ser valiente, mantener la calma y dejar que la vida la guiase, dejar que las raíces que ya tenía afrutadas terminaran de germinar. Allí, fiel a sus costumbres, a su dureza, cómplice de su humilde vida y libre, pero a la vez atada por cuatro hilos indivisibles que tiraban y tiraban, que eran felices en su hogar, en su cueva, en su mundo rural, que desprendían amor, añoranza y fuerza, sobre todo, desprendían mucha fuerza para, así, continuar dibujando las líneas ya borradas de su madre del alma. 

Así, y sólo así, era ella, simplemente así…Ahora, observada por su pequeña bisnieta, sentadas ambas a la sombra de la fachada de su cueva, recordando tiempo atrás, esbozaba una sonrisa estrecha y una lágrima descendía por su arrugada mejilla.

 Lo conseguí, pensaba.

Lo consiguió, sobrevivió y renació junto a los suyos, bajo el manto de su hogar.

 


 


2 comentarios:

  1. Impresionante, gracias por ese homenaje a esas madres y abuelas de otro tiempo y del mundo rural en especial

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    1. Muchas gracias. Es un placer saber que mi historia llega al corazón, tal y como se ha escrito: con el corazón en la mano.

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