sábado, 5 de agosto de 2023

EL TOMATE LE SALVÓ LA VIDA, por Aïda Romero Inglada

 



                                                                       Lo esencial es invisible a los ojos

                                                                       Antoine de Saint-Exupéry – El principito

            La suave brisa de verano le regalaba el aroma a lavanda y hierbabuena. Los campos lucían un verde musgo intenso con chispas de amarillo limón, las tiernas hojas caídas a los lados y los frutos maduros preparados para su recolección. El cielo se teñía de todos los colores del universo, donde el cian y el naranja predominaban sobre los demás.

            La paz se podía respirar en el aire, una mezcla de sosiego y calma que inundaba el corazón de cualquiera. Parecía que, en aquellas tierras, el tiempo corría demasiado despacio. Incluso si estrechaba los ojos en un par de rendijas, podía observar la lentitud en la que caía una gota de rocío hasta perderse en el suelo.

            Una cigarra cantó a lo lejos cuando salió de la casa. Le recordó al crepitar del fuego en las hogueras de San Juan, donde mucho tiempo atrás había saltado entre las llamas mientras ardía lo viejo. Todavía recordaba la única promesa que se había obligado a cumplir, convirtiéndose en su presente. La mujer había cambiado el trabajo de oficina por una hoz y una regadera, los lujosos trajes por botas impermeables y un gorro de paja, el maquillaje y los costosos peinados por una tez más tostada.

            Había dejado atrás a aquella enfermedad que engullía el mundo silenciosamente, comúnmente denominado estrés. El segundo infarto fue una clara advertencia de lo que estaba sucediendo en su vida, pues amasar fortunas bajo el coste de su propio tiempo, no fue la decisión más acertada.

            Cuando consiguió romper las cadenas que ella misma se había colocado, fue como si la jaula se hubiera abierto de par en par; como si el aire hubiese regresado a sus pulmones, pues ahora podía respirar. Respirar de verdad, no el sencillo hecho de coger aire para después soltarlo más tarde, sino sentir como la vida entraba en su interior y lo iluminaba todo, limpiando toda la angustia que llevaba dentro hasta disolverse en volutas invisibles.

            Lo que antes le parecía imprescindible, ahora carecía completamente de valor. Había aprendido a custodiar el fuego en las noches más frías, a bailar entre las abejas del panal y a agradecer el agua que caía de los cielos. Cada día se había convertido en un regalo hermoso y único.

 

            Caminó a través del césped brillante, con un saco de paja a un lado y una guadaña en el otro. Aquella mañana el sol lanzaba destellos blancos sobre las tierras aradas, llenando de vida los árboles que danzaban con sigilo y los campos repletos de vegetación.

La mujer se aproximó a una cuadra en la que había plantado tomateras. Le fascinó ver que estas habían sobrepasado la altura del propio poste en el que se sostenían. Los frutos permanecían intactos en sus ramas, de un color escarlata brillante. Aquel era el resultado del trabajo bien hecho y el cuidado diario.

Acercó sus manos a un tomate. Era suave como la seda, tierno pero turgente al mismo tiempo, con un olor tan dulzón como la miel. Giró su muñeca sobre la pieza varias veces y el tomate se desprendió de la gruesa rama. Se lo llevó al pecho y notó como aquel sencillo gesto, le llenó el corazón de una felicidad indescriptible.

Aquella esfera rojiza parecía tan inofensiva en sus manos, tan vulnerable e insignificante ante la crudeza del mundo y la inmensidad del universo. Sin embargo, únicamente ella conocía la realidad de lo que aquello significaba, de las verdaderas palabras que anidaban en su interior.

El tomate le había salvado la vida y, junto a él, el entorno rural en el que se hallaba. No podía estar más agradecida.

            

           

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