sábado, 5 de agosto de 2023

ADÁN Y EVA, por Julio Navarro Carmona (1º Premio)


 

                                           ADÁN Y EVA

  

El abuelo esparce un puñado de aceitunas sobre la superficie del tocón de olivo que tiene entre sus piernas y las va golpeando una a una, con la fuerza justa para no romper el hueso. Cuando están todas majadas, con el mismo guijarro, las empuja con maestría hasta la orza que colinda con el madero y repite la operación.

Lo observo apoyado en el quicio de la puerta del porche, disfrutando de esa obra de arte en movimiento, ajena a su belleza, que la otorgan los ojos que la miran. No quiero molestarlo.

Levanto la mirada y el olfato hacia el patio recién regado de este atardecer que huele a hierbabuena, a romero, a rosas y jazmín. Perfuman la tarde.

La abuela aparece tras el cortinón, secando sus manos en el eterno delantal que parece una prolongación de sí misma.

 Me pregunta si quiero hacerle un mandado. Cómo si tuviera otra opción, pienso. Pero le sonrío. A mis quince años no se me pasa por la cabeza desairarla.

La acompaño hasta la despensa, una habitación amplia que suele estar en penumbra, fresca, con anaqueles donde descansan una variedad de botes en conserva, esterilizados al baño María.

 Bajo ellos, como si de un bodegón se tratase, hay tres orzas repletas de aceitunas,  junto a dos cántaras de aceite; finaliza el cuadro un lebrillo, apartado del resto,  que contiene jabón casero.

 La abuela coge cuatros botes de berenjenas y me pide que se los lleve a la vecina África, que acaba de salir del hospital.

Si lo sé no vengo, me digo. Esa mujer a la que le tengo que llevar las berenjenas tiene una hija un poco orate. Va diciendo por ahí que está enamorada de mí y que se casará conmigo. No puedo evitar poner un gesto de fastidio.

Al salir a la calle veo a algunos vecinos tomando el fresco, sentados en sillas de todo tipo. Son parte de la familia, sin ser de sangre.

Esta vecina que se encuentra enferma será agasajada con visitas sin prisa deseándole lo mejor. Se ofrecerán para hacerle las tareas del hogar hasta que se recupere y recibirá regalos en forma de comida y bebida; sobre todo, no sé por qué, botes de melocotón en almíbar y zumos de la misma fruta. Creo que deben de tener alguna propiedad curativa, o regalar ese producto está asociado con una pronta recuperación.

Voy dando las buenas tardes. «Anda con Dios» me contestan los mayores, mientras los botes tintinean en la bolsa de plástico a cada paso que me acerca a mi destino.

Llamo al timbre dos veces y le pido a alguna deidad que no abra esa chica, pero abre ella. ¡Quién si no!

 Nunca la había contemplado frente a frente, tan cerca. Lleva el cabello descansando sobre sus hombros y hasta mi olfato llega un aroma a vainilla. Tiene los ojos grandes, del color de las cáscaras de las almendras maduras. Su rostro ovalado posee pecas que nunca había visto, parecen estrellas en ese precioso firmamento.

 Me sonríe y las estrellas de su rostro se transfiguran en otra constelación distinta. Tengo que forzarme en no mirarla.

Me invita a pasar, pero le pongo una excusa y le entrego la bolsa con los botes de berenjenas y el recado de mi abuela. Me doy media vuelta y alivio el paso. De espaldas a ella la escucho preguntarme: ¿Acaso me tienes miedo, Adán? Me hago el sordo y sigo mi camino, pero su risa, su rostro, sus pecas se quedan en mi pensamiento.

Esa noche, en la cama, me cuesta conciliar el sueño. La imagen de esa chica aparece una y otra vez y me descubro rememorando cada detalle de su rostro.

 A la mañana siguiente, cuando bajo de mi cuarto para desayunar, me encuentro con la cocina repleta de personas conocidas. Había olvidado por completo que hoy era la protesta. 

Escucho a alguien decir que el pueblo se está despoblando. Otro informa de que está pensando en vender sus propiedades y marcharse. En ese momento se produce un silencio frio. Los pocos que se atreven a mirar a la persona que ha pronunciado esas palabras lo hacen con tristeza. El ambiente se ha enrarecido de repente.

Mi padre da un palmetazo sobre la mesa y dice que hay que luchar. Ya se ha elaborado un plan para atraer a foráneos que equilibre la balanza de los que se marchan ofreciéndoles facilidades a la hora de adquirir una vivienda, junto a un trabajo digno y una vida sana y tranquila que tan solo te la puede ofrecer el pueblo. Y a medio día saldrán por las calles con pancartas y pitos. Ya han llamado a varios medios de comunicación para que cubran la noticia y sirvan de altavoz a la sociedad.

La plaza frente al ayuntamiento se encuentra llena de gente. Unas ochenta personas. Las autoridades van en cabeza.

Eva se ha apuntado y aparece disfrazada de india, con pinturas de guerra en su rostro. Tres líneas negras sobre ambas mejillas. Lleva una bolsa repleta de huevos en la mano.

Escuchamos silbatos. Le pido a Eva que deje lo que porta y que no haga ninguna tontería. Me responde que esté tranquilo y me sonríe. ¿Cómo voy a estar tranquilo con ella al lado vestida de guerrera india y armada con huevos?

Sale corriendo y voy tras ella. Cuando llega a la cabeza de la manifestación, frente a las cámaras que graban la noticia, lanza huevos frescos a los políticos que van en la vanguardia. Tiene buena puntería.  Creo escuchar un ¨sálvese quien pueda¨, pero no estoy seguro. Todo pasa muy rápido.

Al grito de ¨nos estáis extinguiendo¨ huye veloz, mientras me conmina a seguirla y mis pies actúan por mí.  Entendí en ese momento que estaba enamorado de ella y me dio miedo sentir. Sentir. Qué palabra tan grande. Y mientras corría pensé que quizás, solo quizás, en nosotros estaba la clave de la supervivencia de este pueblo.

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