miércoles, 14 de noviembre de 2018

ÉRAMOS TAN JÓVENES, por Gloria Acosta.




  Con las primeras luces se precipita el café sacándome de mis pensamientos. Debo darme prisa si quiero llegar a tiempo o se perderá en las entrañas de cualquier ciudad sin dar señales de vida. Así fue entonces y así sería ahora. El tráfico, aún fluido, me permite disfrutar de la conducción olvidando los kilómetros por recorrer. Los demás no acudirán, ya lo han dicho, unos con sus disculpas y otros con su silencio pero yo siento que debo ir aunque no tenga  una clara razón para ello, puede que en el fondo sea una burda y malsana curiosidad. Cuánto habrá cambiado, me hablará, me abrazará o se irá sin acercarse. Son las primeras dudas a mi decisión.
   Éramos tan jóvenes, tan distintos todos y a la vez tan uno. Llegó a nuestro instituto con el curso ya avanzado. El revuelo comenzó en el tiempo de descanso cuando le abordamos a preguntas. Qué tío, decían, expulsado de tres centros, vaya carrerón. Había que oír el murmullo de admiración cuando se presentó a delegado. Las chicas flipábamos. Qué guapo, qué ojos, qué labia. Se lo rifaban los grupos de clase pero él vino al nuestro, creo que fue por Teresa y al tiempo ya iban de mano por los pasillos. Yo hacía como que no me importaba uniéndome aún más a ella para estar cerca de él. Tere jugaba a hacerse la interesante  pero yo sabía que estaba deseando que la besara en el rincón de las parejitas, al fondo de la cancha donde los profes nunca vigilaban. Javi y los otros le animaban a ir a por ella. Lo mismo hacía Ana empujando a Teresa a tomar la iniciativa que para eso éramos iguales que los chicos.
   Así entre los meses intensos de aquel curso llegó impaciente el verano y seguimos más unidos aún en los días grandes de playa, planchados en la arena pasando las birras de mano en mano o corriendo al agua en saltos malabares  para profanar inmisericordes las crestas de las olas salpicadas de un incandescente resol. Felices, morenos, disfrazados de hombres y mujeres con pinceladas infantiles aún por diluir. No sé en qué momento se fijó en mí pero su pierna recorriendo la mía bajo una mesa destapaba una olla de rubor cual cartel luminoso diciendo mírenme. Teresa encontró pronto sustituto, así sin aspavientos mientras el grupo vadeaba los últimos días del último verano juntos.
—Un día bajaré de alguna montaña y haré una revolución, como el Che— decía a menudo mirando el póster que presidía su cama, luego me besaba de aquella manera torpe de lenguas ejecutando un desafinado concierto.
  Y vaya si la hacía a diario con sus locuras. Algunas noches de discoteca juré abandonarle  ahogado en vapores de alcohol y humo de marihuana, pero siempre terminaba sentada en el bordillo de la acera esperando que pasara su resaca y pudiera acompañarme a casa. Las chicas afeaban mi conducta dando lecciones de dignidad y los chicos del grupo siempre callaban dejando que cada cual resolviese sus asuntos. Pero qué podía hacer yo atrapada en un amor loco que solo circulaba en una  dirección. La fuerza de aquel sentimiento corría errática de un extremo al otro debatiéndose entre una huida cobarde o el precipicio de un fuego devastador. Ninguna de las dos opciones me satisfacía, ninguna iba a restablecer la paz de años anteriores cuando el deseo era ficción de Corín Tellado o de Lolita pasando de mano en mano. Todo se había vuelto más complejo desde que él había llegado, sucumbiendo uno tras otro a la llamada del amor libre en una vorágine que nos arrastraba como cantos rodados hacia la playa de una incierta madurez.
—Doña Rosa dice que eres carne de cañón- le solté un día.
— Esa profe sí que está cañón.
  Los demás se retorcían de risa con esas ocurrencias. Yo también porque sólo veía el mundo a través de  sus brillantes ojos grises.
  En septiembre volvimos a clase celebrando nuestro último curso como bachilleres. Los dos ocupamos la última fila escondiendo sin éxito las caricias de los ojos curiosos y del profe de mates que nos expulsaba de clase ante las risitas de los compañeros. El fin llegó el jueves 20 de noviembre. Alguien abrió la puerta de clase y pronunció las palabras que estábamos esperando,  “ ha muerto”, “ el cabrón por fin la ha palmado”.  Se suspendieron las clases y corrimos en busca de una radio o un televisor, llenos de dicha y miedo a la vez.
— No pienso quedarme en casa, me voy a celebrarlo.
Nadie le acompañó, mis padres por prudencia me lo prohibieron. De madrugada cuando Javi aporreó la puerta no pudieron impedir que echara a correr.

  Aparco el coche en el lugar indicado y espero fuera. Al momento surge la duda y la aparto junto a la imagen recurrente de una navaja ensangrentada, un cuerpo inmóvil y un furgón de policía. El hombre que avanza despacio con la mochila al hombro, me reconoce, parece sonreír. Su boca dibuja la misma mueca de aquel día cuando dijo “ no quiero que vengas a verme a la cárcel”.
   Preso tras la puerta queda el brillo de sus ojos grises.


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