viernes, 14 de septiembre de 2018

REQUIEM POR UN VAMPIRO, por Eduardo Moreno Alarcón.




Cada vez que se veían terminaban discutiendo.

—Que no, Rosaura, que no. No insistas más.

—¿Pero por qué, don Sebastián? El chico no ha hecho nada…

—¿Es que hablo en chino? Bien claro lo dice la carta. Si el obispo se niega, ¿qué quieres que haga yo? Sin su autorización, tu hijo no se puede confirmar.

—¡Pues iré a ver al Papa o a San Pedro bendito!

—Por mí como si quieres ir al programa de Ana Rosa. Pero, vamos a ver, mujer, ¿no comprendes que Rufino no soporta ni las cruces ni las hostias? Además, un caso así, excede mis competencias y mi horario de trabajo.

—¿Cómo puede ser tan inhumano?

—No, si encima tendré yo la culpa. Acéptalo de una vez, Rosaura: tu hijo ya no es una criatura de Dios. Ahora es siervo del Maligno.

—¡Pero qué siervo ni qué niño muerto! ¡Como vuelva a hablar así de mi Rufo, le juro por Dios Santo que le meto el alzacuellos por el culo!
        Como tantas otras noches, Eva y Rufo se citaron en las ruinas del castillo de los condes de Cavete. Antaño regia fortaleza, ahora quedaban cuatro piedras defendiendo el patio de armas tapizado por ailantos, jaramagos y unas zarzas. En pie dos lienzos romos y una torre mutilada. Qué lástima. Enésima prueba del abandono administrativo. Anda que no habré echado viajes a la Diputación y al Ayuntamiento, pero nada, ni puto caso.

En fin, no quiero encabronarme. Mejor sigo con el cuento.

Imaginemos una noche fresquita de luna menguante. Sí, de esas de niebla evanescente teñida de luz lechosa etcétera etcétera. Ya sé que suena a tópico, pero empleo este recurso para crear una atmósfera más tétrica (esto lo aprendí en un curso de escritura rápida on-line. ¿A que el efecto es cojonudo?)

Cavete es un municipio mediano, de unos diez mil habitantes. A esa hora tardía las eras estaban desiertas —sí, las eras, donde antaño se trillaba el cereal—. Se veía más bien poco. En las afueras del pueblo no había farolas que alumbrasen los bancales (más tarde sí, cuando expropiaron y arrasaron con las huertas). Una figura caminaba entre las sombras pueblerinas. Vestía de negro, a juego con la noche. A Eva le estaba repitiendo un poco el pisto de la cena. No obstante, agradeció la caminata que ayudaba al intestino en su labor.

La chica anduvo por caminos, entre arrabales, de cuyas tierras emanaba cierto hedor a pesticida. No diré que semejaba un espectro porque, de tan nigérrima, ni se la veía. A los flancos, dos olmos viejos cabecearon, raquíticos, hartos de podas y de plagas. Eva cruzó un sembrado y empezó a pisar abrojos. De pronto sus pupilas de felino reflejaron los escombros del castillo. A la joven le encantaba aquel ambiente gótico que habría hecho las delicias de Bécquer.

Y allí, recién levantado, la esperaba Rufo, alias Lugosi, su novio.

El mote se lo puso Higinio López, un compañero de instituto, cinéfilo, locuaz y cabroncete. Tampoco se quebró mucho la cabeza, pero el caso es que a Rufino le hizo gracia.

Lo que pasó más adelante con Lugosi se veía venir. Mejor dicho, yo lo vi venir porque otros…

La noche de la mordedura, hará cosa de tres años, el médico de urgencias que atendió a Rufo (me parece que era una chica en prácticas de MIR) prescribió unos corticoides y ampollas ferruginosas (el enfermero, medio beodo, le sugirió que probara a chupar objetos metálicos). Los análisis salieron como sigue: anemia disparada y la glucemia por los suelos.

Al cabo de unas horas se murió para después resucitar como hematófago (en términos estrictamente clínicos).

Noches más tarde va y me dice:

—Nada tío, que me he vuelto un vampiro.

Y yo le digo:

—¿Y eso?

Y él dice:

—No sé, algún cabrón me debió morder. Mira, mira los agujeros.

Le digo:

—¡Hostia! ¡Es verdad! Ya decía yo que te veía muy pálido. ¿A ver los dientes? ¡Joder qué flipe! ¿Y tus padres cómo se lo han tomado?

Me dice:

—A mi padre le da igual, mientras apruebe el instituto. Mi madre de los nervios: no para quieta. Ya le ha encargado un ataúd a los de la funeraria de Llamas. Y está empeñada en tabicar mi habitación para que no me dé la luz. Me parece que mañana vienen los albañiles. A ver si acaban pronto.

Y exclamo:

—¡Joder, tío! Y entonces ¿dónde duermes?

Me dice:

De momento en la bodega.

Le pregunto:

—¿Y el instituto?

Y me responde:

—Tendré que apuntarme al nocturno.

Un día festivo me llevé saco y estera y dormí con él en la bodega.    

Hacía un frío de la hostia.



Al principio todo fue más o menos normal. En esa época soplaban vientos favorables a la no discriminación por razones de forma, tamaño, color, planeta, etcétera (en Cavete gobernaban las izquierdas). Aquel verano, sin ir más lejos, durante las fiestas, tuvimos en el pueblo un alienígena de no sé qué nebulosa. Creo que se fue a Galapagar con una humana, pero no estoy muy seguro.

A lo que iba. La solidaridad cavetiana nos llevó a crear la Hermandad de Donantes de Sangre Pro-Rufino. Este organismo controlaba las ingestas de Lugosi bajo la lupa de un conocido nutricionista. A media madrugada, Rufino se metía su ración correspondiente de hematíes, leucocitos y plaquetas. 

Con el cambio en la alcaldía hubo un vuelco insolidario. Un lío de faldas acabó con el alcalde de la izquierda. Y es que la gente se cansa enseguida. Eso y que el cura, don Sebastián, pintó un apocalipsis de la hostia. En las misas malmetía con sermones tremendistas: Maligno por aquí, Diablo por allá, el párroco sembraba la discordia con simientes pavorosas. Y encima se ponía presuntuoso. Citaba el Drácula de Stoker sin haber abierto el libro. Y, claro, a la gente le dio que pensar. Los rumores se expandieron. Que si Rufo comía gatos, que si mordía a las muchachas, que si olía a bomba fétida, que si jodía las fotos de grupo… El cura vio un filón en su monserga y lanzó infamias a mansalva: Lugosi no podía confirmarse, vomitaba al beber agua (con la sangría se ponía a morir)… y así todas las santas catequesis.

Eva, su novia, aguantó carros y carretas, pero no pudo resistir a la presión y sucumbió. La noche referida, la de la cita en el castillo de los condes de Cavete, cortó su relación con el vampiro.

Lugosi, chaval sensible, no pudo soportar aquel vacío colectivo. Se le hizo un nudo en los colmillos. Ya ni la sangre le llegaba a las arterias.

Una noche que habíamos quedado a la puerta de un afteragüer me encontré con una nota escrita a doble espacio en Times New Roman. Aquí la tengo para transcribirla (yo no sé cómo hay escritores superventas que se saben estas cosas de memoria).



Querido Eduardo:

Eres un tío de puta madre. Un buen amigo, aunque me debes 30 euros, te recuerdo. Pero bueno, como me fío de ti, quiero que me hagas un último favor.

Mañana, o sea, hoy, cuando amanezca, seré ceniza (espero). Vamos, que he decidido suicidarme exponiéndome al sol. He elegido el patio de armas del castillo, ya sabes lo que me tira este lugar. Bueno, coge mis cenizas en un tarro y se las llevas a mi madre, que ésa sí que es una santa, no como el hijoputa del cura… Adiós, Edu, que te vaya muy bien en la vida, tío.

Rufo Lugosi



Me entró una llorera del copón. Cuando quise reaccionar, ya estaba amaneciendo. El capullo me pilló desprevenido, y un poco pedo.

Y aquí estoy con las cenizas de mi amigo, metidas en un bote de Nocilla, a las puertas de su casa.


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