viernes, 14 de septiembre de 2018

MATILDE Y JOSÉ, por Tomás Sánchez Rubio.




            Cada vez que se veían, Mati y José agachaban la cabeza. Lo normal es que se encontraran en la plaza, la plaza grande del pueblo, los domingos por la mañana.
            A veces pasaban tan cerca el uno del otro que casi se tocaban; lo hubieran hecho con solo haber alargado un poco cada uno el brazo derecho.
            Mati iba a misa con su toquilla y su pañuelo en la cabeza, cojeando levemente por una temprana artrosis; caminaba del brazo de su madre -anciana aparentemente delicada, aunque de manos recias y boca firme-, sin mirar al frente. José, siempre al lado de su padre, hombre serio de piel marcada por surcos como de tierra arada, se paraba de vez en cuando a mirar algo que le llamara la atención. Cuando lo hacía, su progenitor se detenía pacientemente a cierta distancia, apoyado en el bastón con gesto cansado, hasta que José, con un par de zancadas volvía, preocupado, a colocarse junto a él para proseguir el paseo dominical. Normalmente no sacaba las manos de los bolsillos; algo que seguía haciendo a pesar de sus años.
            Hubo un tiempo en que Mati y José eran vecinos. Las familias de ambos no prestaban atención a los ratos que dedicaban al juego con otros niños, siempre más pequeños que ellos -aunque menos infantiles-, en el callejón de Las Frutas durante las tardes de verano. Nadie se daba cuenta de que entre los dos había surgido -en sabe Dios qué momento- algo parecido al amor, un amor tierno, inocente, pero amor al fin y al cabo...
            Cuando sucedió “aquello” y en casa percibieron lo que le ocurría a Mati, las dos familias acordaron que ella se trasladara a la ciudad, a casa de su tía: esa que solo se dejaba ver por el pueblo un par de días en las fiestas de agosto.
            Se decidió, asimismo, que el “fruto” de esa unión fuera recogido por Hortensita Maldonado, la hija de doña Amparo, que a la sazón no había tenido en su matrimonio -ni había podido tener- descendencia... La niña Hortensia y su madre, o más bien las sirvientas de la gran casa del Camino del Arroyo, cuidaron al niño con esmero. Este fue al mejor colegio interno de la capital; y en la casa que los Maldonado tenían allí, desarrolló su vida el chico, lejos del pueblo...
            Un día de verano a la hora de la siesta, Mati y José, que, aunque ya no fueran vecinos, tenían ventanas a la plaza, vieron tras los visillos bajarse de un coche a un joven alto, moreno y guapo, de ojos grandes y paso firme; llevaba un traje de alpaca y unos zapatos negros y lustrosos. Su abuela, doña Amparo, había enfermado y venía a visitarla por última vez... Se marcharía enseguida, pues ya no tenía nada que le uniera al pueblo. Nunca lo tuvo...
            Mati y José, cada uno por su lado, sintieron una punzada muy parecida en el pecho y la vista se les nubló por unos instantes.
            Al día siguiente, cuando se cruzaron los dos en la plaza, se miraron un instante, tras muchos años sin hacerlo, y se dedicaron, por primera vez en demasiado tiempo, algo parecido a una sonrisa...

                                                                                                                     

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