domingo, 15 de julio de 2018

LA HERENCIA, por Antonio Peláez Torres



Llegó sin avisar, pero ya lo esperaba. El fulgor en el cristal de la lluvia, alambicada por los fugaces rayos de sol, que se colaban chisporroteando entre las nubes caprichosas, era más poderoso que el brillo de la herida de sus labios. La lumbre poblada de inquietos duendes rojos, traviesos pero mansos, lamía con vibraciones de calor la memoria del gato; y lo devolvía a sus orígenes más primitivos. La mecedora balanceaba perezosamente el tiempo espesado por la rutina. El viejo reloj de pared desgranó su monótono rosario de las doce con las dos agujas amenazando el techo. En los posos de la taza del café libaban un par de moscas nerviosas lavándose de vez en cuando la cara con sus patas delanteras. Por las rendijas de la ventana entraban unos alfileres de vientecillo fresco que morían entre los cálidos abrazos del  ambiente espeso del hogar. No había muerto el invierno ni había llegado la primavera pero ya se intuía el despertar de la vida bajo tierra. Mil años después de que se fuera, llegó. Sin avisar, pero ya lo esperaba. En la madera reseca y lastimada de la puerta tocó con los nudillos despertando un uno eco sordo y lejano…tan desconocido como esperado. Venía con el alma roída por la pena y el hambre poblándole el estómago. Aquella casa de la que tuvo que irse también era suya. O eso creía. La navaja le pesaba en el bolsillo como un pecado sin perdonar. Su hermano se levantó de la mecedora con la pereza de siglos, sin prisa. Sabía que el tiempo no podría adelantársele. Descolgó la escopeta del dieciséis y sacó los dos cartuchos de la bolsa de plástico descolorida por la espera. La cargó y con la tristeza en los ojos avanzó hacia su destino. No habría explicaciones. Las afrentas había que lavarlas con sangre.


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