domingo, 15 de julio de 2018

CLASE PARTICULAR, por Josefina Martos Peregrín.




Llegó sin avisar, con diez minutos de adelanto, y el cloqueo que venía de  allá abajo, sonidos altos, voces sin palabras, le sugirió risas, bromas, quizá canto y le despertó la curiosidad y las ganas de unirse al probable juego.
Bajó las escaleras corriendo, desembocó en el aula como una tromba, igual de inesperado e inoportuno: Ana lloraba y el profesor, la guitarra en el suelo, retorciéndose las manos exageradamente, como simulando retorcerse el corazón, le prometía que nunca lo volvería a hacer. Pero Ana seguía llorando, él pidiendo perdón y ninguno de los dos parecía ver al niño que estaba entre ellos, avergonzado aun sin saber por qué.
De repente, la voz imperiosa: “Siéntate, saca la guitarra y practica el estudio cinco de Sor hasta que te salga perfecto”.
Se sentó, lo tocó, una, dos, seis veces… Se lo sabía, pero cada vez le salía peor, no atinaba con los trastes, la partitura se emborronaba, volvía a empezar, los ojos fijos en el redondel negro de la guitarra, aunque una vez que miró era el profesor quien lloraba y declamaba de rodillas, mientras ella, casi calmada, sonreía.
Los tres o cuatro minutos que duraba el ejercicio se volvían inacabables; se habían puesto a sus espaldas, donde no podía verlos, y aquellos gemidos no salían de ninguna guitarra y Ana era preciosa, solo un poco mayor que él, y le dolían los dedos y se le acalambró la muñeca y, aunque sólo tenía doce años, se levantó, subió la escalera y salió a la calle, sabiendo que allí abajo quedaban sepultadas para siempre sus ilusiones de guitarrista.

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