martes, 15 de mayo de 2018

SECRETOS, por Gloria Acosta (Ganador)


imagen: JACQUELINE OSBORN


 Nunca supo el secreto. Veinte años o cinco dan igual cuando la decisión de ocultarlo se toma en el minuto uno. El transcurso del tiempo lo desnuda del halo de inquietud que lo envolvía para vestirlo de cotidianidad. Se olvida su misterio, su opacidad e incluso el dolor insomne que pudo haber ocasionado. Deja de ser secreto, ni siquiera existe.
  Ella lo escuchaba con atención. Observaba sus facciones tan nuevas con aquella barba que le favorecía y a la vez tan familiares y aniñadas. Como un fugaz relámpago sitió la punción de un amor olvidado. El corazón tiene memoria y cualquier chispa consigue por un segundo despertar una reacción física, algo tan insustancial que de inmediato vuelve a perderse en los recovecos del olvido. Le hizo gracia la forma atropellada con la que trataba de ponerla al día de sus logros, la misma con la que exponía de joven sus temas en la facultad en los años donde lo amó en silencio. Por un  instante se abstrajo embebida en la sonoridad de sus palabras tratando de imaginar cómo habría cambiado el rumbo de sus vidas si ella se lo hubiera dicho. Tan libres, tan jóvenes, tan ambiciosos cayendo en el precipicio de lo establecido, en el abandono del objetivo marcado cuando se saludaron por primera vez. Él hubiera renunciado a dirigir la carrera política del presidente y ella vería los reportajes de guerra en las noticias, vendería su cámara y renunciaría al World Press Photo. Puede que incluso la abnegación hubiera sido solo de ella. Podría haber seguido adelante sola, abrir un estudio fotográfico donde plasmar sonrisas de bautismos o comuniones, besos de boda o felicitaciones de aniversario, y luego en casa la implacable presencia del pasado en otro rostro infantil,mientras él escalaría puestos en el periódico hasta conocer al candidato y dirigir su campaña publicitaria hacia la cumbre del éxito. Se preguntó si hubiera sido feliz contándoselo, al menos un poco feliz sin su amor a cambio de su compañía, si el sentido firme de responsabilidad que él siempre tuvo hubiera sostenido los cimientos de un hogar. Le hubiera visto languidecer entre pañales y biberones fingiendo el bienestar del acomodo, forzando una sonrisa de camino a la redacción. Y luego al caer la noche el sofá resistiría el peso de dos cuerpos marchitos, juntos pero lejanos en el punto de encuentro de una cuna.
  La presencia del camarero la sacó de sus pensamientos. Él pagó la cuenta y cada uno tomó su maleta rumbo a destinos opuestos anunciados por megafonía. Un abrazo rápido, estremecido, sin nada que decir. Hasta la próxima, suerte, cuídate, cualquier frase hecha que sonaría mientras se alejaban. Ella rumbo al oeste viendo cómo los cristales del aeropuerto le devolvían la imagen de su cuerpo bello, seco, estéril desde aquel día, aferrada a la cámara de fotos por la que se asomaba al frecuentado inframundo de las balas y la sangre.

Nunca supo el secreto. Por primera vez se preguntó por qué no se lo confesó veinte años atrás. Él la reconoció al instante a pesar de las ojeras y el aspecto cansado. Conservaba aquella belleza salvaje que lo atrapó en la facultad, ahora más hecha, más reposada, más madura. Se acercó a la mesa y la llamó interrogante. Vio en su rostro la duda de un segundo, ese fugaz instante que el cerebro necesita para ordenar cajones ocultos y traer al frente el destello de una mirada, un timbre de voz, una sonrisa a media asta. Cuando se levantó lo envolvió en el perfume del pasado y recordó cuánto la había amado. Se abrazaron eufóricos en el reencuentro y compartieron los minutos que faltaban para una nueva despedida. La felicitó por el reciente premio fotográfico publicado en El Times y le rogó que le pusiera a día con esa capacidad de síntesis que siempre envidió. La escudriñó mientras hablaba tratando de rescatar algún rescoldo de la pasión  que se inflamaba entre sábanas de juventud. Veía sus labios sinuosos y memoraba su humedad recorrerlo despacio. Veinte años sin saber de ella desde que tomó la cámara sin mirar atrás. Siempre lo supo. Era mujer de objetivos claros e inamovibles, como él, pero si ella lo hubiese amado al menos un poco él podría haber desviado su rumbo para vivir a la espera de sus regresos, tal vez una corresponsalía próxima o un puesto fijo en la editorial, cuidando de los hijos que hubiera deseado y buscado. El silencio que salva escollos en momentos de ruido también cava fosas donde ocultar cadáveres incómodos que el tiempo descompondrá en putrefacción y que nadie recordará al pasear sobre la hierba que se abre paso en la superficie. Él también le contó sus logros de forma atropellada. El tiempo se agotaba en la terminal del aeropuerto en combustión rápida e imparable. La notó absorta, con ese rasgo de personalidad que siempre tuvo cuando se metía para dentro, cuando era aún más bella e inaccesible.
La megafonía puso en sus manos el último abrazo, un cuídate y tal vez un hasta la próxima. La vio alejarse mirando absorta a las cristaleras del pasillo. Él rumbo al este, aferrado a su maletín y revisando los mensajes en el buzón de voz.


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