martes, 15 de mayo de 2018

LA BESTIA DESCONOCIDA, por Eduardo Moreno Alarcón


A José Fajardo, que me contó esta historia

Nunca supo el secreto. El abuelo se murió mientras volvía con el rebaño. Mi padre y yo lo encontramos tendido en un sestero, sin la boina, muy cerca de la Fuente de la Parra. Pobre abuelo. Yo creía que dormía. Se estaba tan a gusto a la sombrica de la encina… Pero no era hora de siesta, y él no se tumbaba boca abajo… Ay, me pregunto qué cara habría puesto; qué hubiera dicho si supiera la verdad…  
Él fue quien vio las huellas por primera vez.
Me acuerdo como si fuera ayer. Era un día nublado, de fresco agradable, de esos de abril en que da gusto madrugar (como no soy camastrón, no me importa levantarme con los gallos). En cuanto abrí el ojo, me vestí y desayuné. El pan con aceite me supo a gloria. Antes de salir, para entrar en calorcillo, arrimé el cuerpo a la lumbre (en casa nunca se apaga).
Luego me puse a la faena.
Afuera, la hierba del corral estaba empapada. «Ha chispeao un poquillo esta noche; cuatro gotas na más», dijo mi padre. Se conoce que dormí como un bendito: ni me enteré.
Como digo, esa mañana había neblina. El Prao y el Pico, los dos picachos que resguardan nuestra aldea, ni se veían (y mira que son grandes). Entré en la cuadra a por la mula, le aferré los serones y embutí los cántaros vacíos. Raro es el día que no salgo a por agua. Eché a andar hacia la fuente, sin sujetar al animal, pues ya se sabe de memoria el recorrido, y aunque mula, es bien lista y obediente. Los almendros estaban en flor. Olía de maravilla, como si metes la nariz en un tarro de miel. De paso, saqué mi navaja y cogí collejas de un ribazo. Había para hartarse. A mis padres les encantan. Bueno, y a mí también.
Volvíamos a la aldea cuando el abuelo me llamó. ¡Vaya susto me llevé! Venía con cara rara, blanco de más.  
—¿Qué pasa, abuelo?
Se rascó la calva bajo la boina, así como pensativo. Me preguntó:
—¿Tu padre está en el huerto?
—Sí. Vamos, a no ser que le haya dado un apretón.
Se rió, pero sólo un poco. Se conoce que rumiaba algún problema.
—Dile que lo espero en Royo Odrea, que quiero que vea una cosa.
—¿Y qué cosa es esa? ¿Puedo ir yo también?
A veces soy un poco impulsivo. Lo dije así, de sopetón. Pensé que el abuelo, como estaba tan serio, iba a echarme un rapapolvo, pero no. En vez de eso, sonrió. Me revolvió el pelo y dijo:
—Ay, Tomasín, menudo pieza estás hecho. Anda, lleva el agua a casa y haz lo que te digo, ¡date prisa!
Qué bueno era el abuelo. Cuánto me acuerdo de él.
Me dejó acompañarlos. Mi padre refunfuño un poco, pero no se opuso porque obedecía siempre al abuelo.
Trepamos monte arriba, y luego descendimos hasta el valle que riega el río Mundo. ¡Las vistas desde lo alto son preciosas! ¡Las mejores vistas del Mundo, je je…! Por el camino encontramos un nido de golondrina, de esos que tienen forma de botella. Al fin llegamos al lugar. Era un sitio de paso. Por allí cruzaba muchas veces el ganado. En la tierra, había un surco de huellas muy extrañas. Mi boca era una O.
—¿Tú sabes qué animal deja estas marcas? —la pregunta, claro está, no iba para mí. Igualito que mi abuelo, mi padre parecía desconcertado.
—No tengo ni idea, Virgilio. Es la primera vez que veo una cosa así.
Esas pisadas me dejaron boquiabierto y amoscado. Eran rarísimas. ¿Qué clase de bestia se ocultaba en Royo Odrea?
Lo reconozco, los días siguientes no dormí tan del tirón. Me parece que hasta tuve algunos sueños de cagarse.

Sería a la semana más o menos. El domingo por la tarde, mi padre se fue a echar la partida al bar de Avelino. Entre orujos y cigarros, contó el misterio a sus amigos, por si alguno podía darle alguna pista. Y fue Lorenzo, el boticario, el que dijo de ir a verlas.
Y allí que se plantaron otra vez.
Y al ver aquellas huellas, Lorenzo voceó:
—¡Coño, Marcelo! ¡Esto no lo ha hecho ningún animal! Estas marcas son de máquina, de ruedas de automóvil. Vi algunos cuando estuve en Albacete.


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