miércoles, 14 de marzo de 2018

OTRA CLASE DE AMOR, por Marian Orruño Touzón.


  
 Me quedé sin palabras la primera vez que pasé por delante de aquella tienda. Y seguí pasando cada día y mi caminar se hizo lento, cuidadoso, temiendo no elevar algún sonido, un movimiento que delatase mi presencia. Temía llamar la atención. Pasaba y sin apenas girar la cabeza mis ojos casi saltaban de sus órbitas mirándolo y volvía a pasar discretamente y repetía el movimiento. Y esta vez distinguía su pelo frondoso y dorado, sus ojos grandes, vivos y juguetones, su color, el color de sus ojos no podía precisarlo, me confundía, unas veces avellana, otras pareciendo negros, quizá en otro momento, tal vez mañana podría definirlos acercándome algo más a él.
   Nunca me atreví a mirar las cosas de frente, a enfrentarlas con valentía, sin el miedo impreso en mí. Nunca intenté desear algo que pudiese ser censurado por ella y eso, seguro, lo pasaría por su estrecho tamiz, le escandalizaría sobradamente.
 Cualquiera de mis deseos, hasta el más pequeño, lo censura, lo estrangulaba, lo aplasta sin compasión antes de poder ver la luz y ese lo hallará incalificable.
  No quería pensar en ella, su mujer desde hacía años, demasiados. Y tampoco podía explicarse cómo pudo ser… Su mente se negaba a hallar la razón por más que lo intentara. Rotundamente no la quería. Nunca, que él  recordase, la quiso. Por qué, se preguntaba, llegó a esa situación por qué dijo “sí” con voz clara aquel día lluvioso y frío en el que aquella noche hicieron el amor apresuradamente, sin hablar, sin una palabra de amor y aún después, mucho tiempo después, siguieron sin decirse nada.
  Jamás tuvieron lo más mínimo en común. Ni tampoco se explicaba, en todos los años pasados con ella, por qué alguna vez no dijo basta. Querría tener el suficiente valor para poder decirle: "nunca te amé" y ser él mismo, expresar ese “yo” que llevaba dentro y que ella desconocía.
  Sentado en aquel viejo banco pintado de verde que hacía años puso el Ayuntamiento,  imaginaba que el mundo podría cambiar, hacerse más humano, aceptando a cada cual  como era. Pero qué suposición estúpida estaba haciendo, la de un loco sin razonamiento. ¡El mundo sería infinitamente peor haciéndolo más humano! Tendría que deshumanizarse, deshumanizarse para volver a componerse de otra manera, mucho más racional de lo que era ahora. Y cómo, no podía imaginarlo; diferente, otra clase de seres, tal vez semejantes a los llamados animales racionales que ahora existían, sin embargo no estos, sino otros que no tuviesen  que ver con los de ahora.
 Le parecía llevar media vida frente a aquella tienda, observándola y no hacía siquiera tres meses que pasaba a diario por delante de ella para mirarlo unos instantes, el tiempo justo para que nadie lo identificase, ni dijese: ¡mira ese estúpido viejo, pasando sin cesar por el mismo lugar, qué intentará…, qué razón habrá!
  Unos meses, tan sólo unos meses, algo menos de tres, que se sentaba en aquel banco que puso el Ayuntamiento entre dos calles convergentes junto a una fuente. Un lugar concurrido, la gente iba de un lado a otro y aunque desde donde estaba no consiguiese verlo, lo sentía próximo. Y se estremecía de sólo pensarlo, imaginando que alguna vez podría ser suyo. Se preguntaba si aquello sería la tan cacareada felicidad. Ese estado del que tanto oía hablar y tan divergente de la tristeza.
 El tiempo transcurría deprisa y no podía permitírselo. Tendría que decidirse, arriesgarse, dar el paso definitivo. Podría volver mañana y ya no verlo. ¡No volverlo a ver jamás! Hasta podría verlo pasar junto a alguien desconocido mientras, él, estúpido,  permanecía sentado en aquel banco sin poder hacer absolutamente nada por detenerlo. Y sobre cualquier otro razonamiento, no tenia años para esperar en un viejo banco pintado de verde, dicho mejor, sí tenía años, muchos, demasiados para ver pasar la única ilusión que durante todos aquellos años se permitiera. Una decisión que le afectaría para el resto de años que le quedasen, lo sabía.
  Entraría en aquella tienda, pese a su mujer, a su desprecio extraviado por cualquier animal, pese a todo lo aconsejable, a todo orden establecido por ella. Pagaría lo que fuese por aquel Golden Retriever que deseaba desde hacía casi tres meses y desde toda su vida…, desde la primera vez que vio uno trotar torpe por la calle, torpe y esponjoso. Éste llevaba tiempo, demasiado humedeciendo con su sonrosada lengua el cristal del escaparate donde se vendía. Lo vio crecer allí metido como un espécimen peligroso entre cuatro paredes traslúcidas. Compraría allí mismo, en la misma tienda, un collar que rodease su cuello ya robusto y aquella correa que ocultó a su mujer, aquella correa que llevaba años comprada y escondida en la profundidad de su armario, serviría ahora para llevarlo sujeto hasta su casa, pasase lo que pasase, pese a su edad y a ella y hasta que la muerte de cualquiera de ellos dos los separase…

No hay comentarios:

Publicar un comentario