miércoles, 14 de marzo de 2018

NEGOCIO FAMILIAR, por Gloria Acosta.





Me quedé sin palabras. El pedido del señor Aleixandre era mi último albarán. Temí por el futuro del negocio y me pregunté qué habría hecho mi padre en tales circunstancias, pero él ya no estaba y la responsabilidad adquirida  empezaba a agobiarme.
—Observa bien Sebas, cuando yo falte te espera un especial cometido.
Esas palabras se las escuché por primera vez cuando volví a casa con doce años desde la colonia de Santa Coloma de Farnés sin comprender qué era eso tan especial que me esperaba.  Ahora, un año  después de su muerte, vislumbro al fin el sentido a aquella frase.
El negocio funcionó bien desde  sus comienzos quizá por lo novedoso. Mi padre valoraba a diario el empeño del abuelo en sacarlo adelante pese al peligro que supuso en sus últimos años de vida.
—Fue por eso que se lo llevaron aquella noche—me confesó tiempo después.
En el momento en que mi padre se hizo cargo presentí que el siguiente Sebastián que lo continuara sería yo.
 Seis años después  de que se llevaran a mi abuelo mi padre reabrió la tienda en los bajos de la casa familiar.
A mi regreso a Madrid las tardes las dedicaba a ayudarle a ordenar y clasificar las estanterías mientras él me contaba historias acaecidas dentro de aquellas paredes que mi mente infantil no alcanzaba a discernir. A menudo me mostraba fotografías que guardó el abuelo con mucho celo. En unas se le veía acompañado de otros jóvenes y en las demás se trataba de señores con aspecto circunspecto sujetando un libro o en actitud de estar escribiendo. Algunas fotografías de mujer también salieron de aquella caja, aunque eran las menos. Todas estaban firmadas y se intuía  una dedicatoria. Conservaba también una libreta de tapas duras donde había apuntado nombres  junto a los pedidos y las pesetas o céntimos que cobraba por ellos, o bien acompañados de la palabra fiado. En otros constaba el trueque por algún producto alimenticio, por algún libro o cuartillas sueltas de poemas y otros escritos.
—Pasaron muchos por aquí, venían de toda España porque tu abuelo tenía las mejores.
Yo no entendía por qué las del abuelo eran mejores que otras, lo comprendí mucho después cuando recuperé de la trampilla del armario aquel cuaderno.
Los días previos a la reapertura del negocio mi padre se encerraba a escribir cartas en una pequeña sala de la casa, luego me pedía que lo acompañara al correo. Pasaba horas esperando al cartero tras la ventana y cuando llegaba correspondencia sonreía agitando aquel  sobre cerrado con papel engomado.
—Otro que confirma mi petición de exclusividad— le decía a mi madre, y guardaba la carta en el hueco del fondo del armario donde no me estaba permitido meter la mano.
En cuanto mi padre recogió la autorización en la calle Serrano 71 la puerta del negoció se abrió al público. Al principio las ventas eran escasas porque el dinero, según decía mi madre, no estaba para florituras sino para leche y huevos. Se plantaba frente a mi padre con la cartilla de racionamiento y lo llamaba romántico trasnochado. Él siempre tenía la capacidad de tranquilizarla.
—Pero mujer, no te quejes  que la nuestra es de primera.
Algunas  noches les oía discutir desde mi habitación, sin colegir en mi inocencia el alcance de sus miedos. Mi padre objetaba a cada advertencia de mi madre y prometía no vender libros como el abuelo, sólo palabras, y que le daba igual si venían  a comprar o a vender los rojos o los que usaban sombrero, como rezaba en el anuncio del escaparate de la sombrerería Brave de la calle Montera. Luego, en una agitación sudorosa, yo soñaba con personas vestidas de rojo perseguidas por señores con grandes sombreros que alzaban sus bastones intentando alcanzarlas .
Cuando mi madre veía perdida la batalla lanzaba su último argumento.
—Ni se te ocurra pensar que voy a dejar que Sebas te ayude, tiene que aplicarse en su bachillerato.
Pero nada impidió que las tardes de mis años juveniles sirvieran para intuir el funcionamiento de esos universos que los libros llevan en su interior. Llegué a pensar que mi padre era un mago enviando chisteras de donde salían largas cadenas de palabras que tocadas por las plumas de aquellos señores se ordenaban y engarzaban unas tras otras sobre interminables hojas en blanco.
  Las personas que pasaban por la tienda no siempre venían a comprar. El hambre de aquellos años obligó a muchos caballeros de buen porte a vender lotes enteros, otras veces las dejaban en empeño una temporada y cuando fallaban las provisiones me pedía que le esperara en la tienda hasta su regreso del mercado negro. Por aquella época me parecía que todas las palabras pronunciadas en voz baja  iban acompañadas de un color.
Mi padre me explicaba que las de los señores de corbata y abrigo de paño debíamos adquirirlas a cincuenta duros y venderlas  por doscientos dada su categoría y prestancia. Yo no concebía que esas palabras  fueran más valiosas que las de los clientes de boina y alpargata, por eso  me alegraba cuando alguno salía con un buen fajo sin pagar nada.
—Estas se las pongo de regalo—. Y me guiñaba el ojo sellando nuestra secreta complicidad frente a las preguntas que luego hacía mi madre.
Recuerdo una mañana, al mes de abrir la tienda, que llegó muy temprano una señora vestida de negro. Mi padre le besó la mano y le dio el pésame; la hizo pasar al fondo y sacó un paquete  del interior del baúl del abuelo. Alcancé a ver el nombre de Miguel Hernández en el papel de estraza donde estaba envuelto. La señora agradeció  que  lo hubiera guardado durante tantos años. Al despedirse creo recordar que mi padre le pidió que fuera con cuidado.
Años después ordené en mi mente el relato de  aquellos acontecimientos que se sucedían en mi párvula presencia.
Los tiempos que se sucedieron, a medida que la economía iba mejorando en la ciudad, consolidaron la fama del negocio familiar y pronto  llegaron pedidos del extranjero. Ampliamos la tienda comprando el local colindante y se contrató a un ayudante para el reparto  y envíos por correo. Yo solo podía ayudarle los sábados ya que mis estudios de Filosofía y Letras se adueñaban de mi tiempo. Los pedidos se acumulaban y mi padre se volvió muy exigente conmigo. Me recalcaba el gran compromiso que habíamos adquirido con  Don Camilo o con el señor Ferlosio entre otros y que no admitían demoras.
 Una mañana entró en casa saltando de alegría.
—¡ El Nobel, le han  dado el Nobel ! — y me mostró la carta.
La firma de don Juan R. Jiménez en aquel extenso agradecimiento por  las palabras que le habíamos vendido los últimos años me hizo entender al fin la trascendencia de la empresa que se traía entre manos mi familia desde la época del abuelo Sebastián.
Cuando murió mi padre, dieciséis años después, supe al fin cuál era mi especial cometido y a los cuarenta y tres años abandoné mi trabajo de profesor en la Universidad.
Sobre el dintel de la vieja puerta colgué el cartel: “Negocio familiar desde 1896”.


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