miércoles, 14 de marzo de 2018

LÁGRIMAS DE SAL, por Yolanda de las Heras.




Me quedé sin palabras…Es difícil volver a encontrarse con quién te dio la vida y te la arrebató…
Siempre tuve celos del mar. Envidiaba como acariciabas el agua espumosa de la orilla cuando paseabas de mi mano. Necesitabas sentir su humedad, su tacto… Te incorporabas e inspirabas profundamente, con los ojos cerrados. Estirabas tu mano, ahí me tenías. Me abrazabas fuerte, muy fuerte. Era como un ritual en nuestros paseos por la playa…
Ser marinero era duro. También lo era ser la mujer de uno. La vida en un pueblo pesquero no alcanzaba a muchas oportunidades fuera del mar. El mar era el alba y el ocaso. El más poderoso y el más ruin.
El pantalán siempre fue nuestro punto de encuentro. Te encantaba mi espera en nuestro lugar mágico. Allí, mientras  el viento ondeaba mis cabellos, acudía a tu encuentro. Escribía tu nombre en la arena de la playa y recogía conchas para ponerlas en las macetas que decorarían las plantas. El estómago se me hacía trizas hasta que aparecía la proa del “Travieso” entre las brumas del horizonte. A tu llegada, corrías a elevarme por los aires, como a una niña. Un abrazo culminaba el dolor de tu ausencia que volvería a aparecer en el mismo lugar donde desaparecía. Era cuestión de unos días.
Necesitabas volver a sentir el ruido del oleaje rompiendo sobre su casco. Paseabas cada día a visitar al “Travieso” porque para ti era más que un barco. Te bastaba ver como estaba para tornar con una intensa tranquilidad a casa. Era una ley diaria. Pronto ansiabas ésa salitre sobre tu cara. Saborear intensamente la brisa que acariciaba las olas del océano. Tal vez fuera adicción a la profundidad de las inmensidades, donde el sol juega a esconderse tras los garabatos que dibuja el horizonte.
Los días del calendario caían tan pronto como las veces que sentía que te echaba de menos. Una vez más partías hacia donde nacía mi dolor. Al lugar donde mis lágrimas colaboraban a engrandecer más las humedades.
Cada tarde iba a tu encuentro. Aunque sabía que no estabas, repetía tus acciones. Era una forma de unirme a ti. Me agachaba en la orilla, con el cuidado justo para no mojarme y te tocaba. Acariciaba el agua decorada con puntilla que se acercaba a mis pies desnudos. Te sentía; te olía, inclusocasi podía palparte. A veces fantaseaba que veía asomarse la proa de un barco en el que aparecías tú. Procuraba que su duración fuera corta, ya que la realidad me asomaba enseguida y me advertía del ensueño. Por un instante me sentía feliz.
Nunca sentí más la longevidad del tiempo. La espera era interminable. Sabía en qué momento llegarías a puerto. Mi cara miraba hacia poniente a tu regreso. Mis manos ansiaban tu piel. Mis labios, tu tacto.
Mis pies, eran como el cemento. Recuerdo cerrarme la chaqueta enredando cada botón entre los ojales. Hasta el frío estaba en mi contra. Perpetuo fue el instante en que una mano tocó mi hombro. Una mano temblorosa hizo que girara mi cuerpo. Una cara desencajada, que no atendía a mis palabras, me abrazaba. No fue necesario nada más. Las lágrimas de los marineros suelen ser como arpones. Certeros en su objetivo. No hizo falta nada más, ni una palabra más.
Caí al suelo. No sabía qué hacer. Quería salir corriendo, en tu búsqueda. Quería hundirme contigo, en la inmensidad de los mares….

Ha pasado un año. Una dura época. No he sido capaz de venir a reencontrarme contigo. He conseguido hacerme a la idea de tu ausencia. Sé dónde encontrarte. En el mismo lugar donde te había esperado tantas y tantas veces…Hoy vuelve a ser una de ellas. Aquí te espero. Y volveré a tocar tus labios. Si toco el agua del mar, te toco a ti. Es poco, pero algo me consuela. No me queda nada más que eso. Nuevamente, me encuentro celosa del mar. Es difícil volver a encontrarse  con quién te dio la vida y te la arrebató.


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