domingo, 14 de enero de 2018

LA VOZ ARRANCADA, por Josefina Martos Peregrín

   


   Entorné los ojos como quien entorna una puerta con la esperanza de oír al niño que despierta asustado. Ya tendría tiempo de abrirlos si sucedía algo importante.
Me faltaba valor para mantenerlos abiertos y decisión para cerrarlos. Entre la bruma de las pestañas distinguí brillos y sombras, a la única luz del candelabro pegado a la pared. Olía a fósforo y dominaba la sala la voz ronca de un hombre invisible que parecía hablar por boca de la vidente negra.

   La mano de la izquierda apretó la mía hasta el dolor; la de la derecha, en cambio, se desmayó carente de fuerza. Cerré los ojos, me asustaba lo que pudiera ver y, sin embargo, aquellas palabras roncas, arrastradas desde más allá de la muerte, arrancadas de la tumba, acabaron por sobrecogerme.     La voz reinaba en la oscuridad y me dije que quizá cobraba mayor espanto precisamente por la ausencia de la vista; me armé de valor y justo cuando comenzaron los gritos abrí los ojos: ojalá nunca lo hubiera hecho.

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