domingo, 14 de enero de 2018

LA SOLEDAD, por Tomás Sánchez Rubio.



     Entorné los ojos. El sol me daba de cara; por ello lo único que alcancé a distinguir fue una silueta recortada y rodeada de un nimbo de luz. Su figura y sus rasgos, que al rato comencé a vislumbrar mejor, eran peculiares: delgado, con una larga barba desteñida, ojos hundidos por los años... Yo estaba sentado en el banco revestido de azulejos del parque, hojeando sin más un periódico que no me decía nada a pesar de sus insolentes y menudas letras negras peleándose entre sí...
       Comenzó a hablarme con voz amable y timbre pausado.
No era un buen día para mí y, tras mirarlo un rato con una mezcla de curiosidad y fastidio, me hundí de nuevo en la falsa lectura...
      Al momento, me pidió disculpas y arrastrando los pies se dirigió hacia otro solitario transeúnte de descanso, otra isla desierta en el océano triste de un otoño que por una mañana quiso vestirse de primavera.
      Volvió a intentar contarle lo mismo que a mí. Este hombre, con la misma actitud que yo, lo dejó hablar un momento para, bruscamente, clavar la mirada en su insatisfactoria lectura.
       Cuando vi que se marchaba, náufrago entre las gentes y las flores, me levanté y lo tomé del brazo ante su sorpresa. Me obsequió seguidamente con una sonrisa sincera. Le ayudé a sentarse en mi banco y lo escuché atentamente.

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