martes, 14 de marzo de 2017

Deseos incompletos, por TOMÁS SÁNCHEZ RUBIO.



En la calle Drexler, esquina con Vergara,
mientras paseaba más impasible que nunca,
un triste verano del 79,
conocí a la mujer más hermosa
del mundo y sus confines.

Caían exactamente las cinco quince de la tarde.
El calor dibujaba siluetas improbables
a falta de sombra celosa
que acunara mis vencidos ojos entrecerrados.

Al cruzarme con ella y sus reinos,
mi carne se despegó en paradójica agonía
de los huesos, y la camisa
se me unió al cuerpo en comunión incorpórea.

Me miró un segundo bajo su gracioso sombrero
de fieltro rosa
y descubrí que se había enamorado de mi melancolía
tan adolescente y cabizbaja;
de mis manos descubiertas y nostálgicas,
y de mi pelo que aún hoy permanece escaso y revuelto
por el espanto que provoca la vida cada mañana.

Al final fuimos valientes y generosos:
corazones impregnados de anhelos,
cruzados por la suave realidad
que madruga cada día que pasa

más cruel y más sincera.

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