jueves, 15 de diciembre de 2016

El Ángel Caído, por F. JAVIER FRANCO.


(Estatua en el Parque del Retiro, de Ricardo Bellver)

“Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su legión de ángeles rebeldes para no volver a él nunca jamás. Agita sus miradas alrededor y, blasfemo, las fija en la bóveda celeste, reflejándose en ellas el dolor más profundo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más pertinaz.”
John Milton. El paraíso perdido. 

Escondido, perdido, retirado
–entre el cántico de los pájaros,
suspirando aire balsámico
de las arboledas del paraíso,
presidiendo sobre un túmulo
la humanidad pululante que,
en un desliz de fe de musarañas,
para y observa atónita
la belleza de quién una vez
se enfrentó a su dios–
no acierta a entender por qué
pugna contra una serpiente 
que le retuerce sus hermosas,
musculadas piernas.
La sierpe no es él,
medita con su soledad de bronce:
¿quién muere a los pies 
de la doncella inmaculada?
Retorcido por el dolor
no espera alivio de quienes
lo admiran pero ignoran su demanda,
nadie podrá librarlo del suplicio.
¿Qué suplicio es mayor:
Sentirse aún bello y despojado…
Saber que las serpientes
no son súbditos sino verdugo…
Pensar que los hombres con sus miradas
todavía lo admiran,
pero por un instante olvidan el poder
que dicen que retuvo…?
¡Qué osadía!
Saberse sólo una estatua
del más bello de los ángeles,
conservar la belleza tras la caída,
y abajo,
bajo sus pies,
saber que,
sin levantar la vista,
los hombres, los imperfectos hombres,
sólo reconocen su imagen
en los monstruos
–quizá el alma que aún retiene–
que sostienen su trono.
Pero, no, 
se siente imposible,
¡cómo manar agua clara
de las fauces que han de escupir fuego!
El paraíso perdido
no lo es porque se fue,
no,
lo es porque está escondido,
retirado,
para presidirlo y no poder vivirlo.
Al fin y al cabo,
su caída ha determinado
castigar su belleza 
en estatua de bronce. 

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