viernes, 14 de octubre de 2016

Soy una murciélaga, por MAURICIO JARAMILLO LONDOÑO.



Anochece en mi árbol. Las chicharras de la tarde chillan y chillan. Hay mucho calor. Siento la llegada de las sombras, de la penumbra, y mi organismo comienza a estremecerse, a temblar, a removerse. No tengo ni idea porqué me pasa esto, pero me pasa; voy estirándome; mis alas negras y de suave pelusa se convulsionan ganosas de volar, quieren extenderse, ya se cansaron de estar plegadas, cubriendo mi cuerpo en el día, ocultando mis ojos de la luz solar que tanto daño hace a mi vista; veo de noche bien, mis pupilas están adaptadas a la oscuridad aunque la luz de la luna me gusta y vuelo, feliz, bajo sus rayos blanquecinos, haciendo piruetas, cazando insectos, chupando el néctar de las flores, comiendo frutas deliciosas y orientándome por entre la ramazón con mi sentido de ecolocación, ese radar que nosotros, los murciélagos, como los delfines y las ballenas tenemos para orientarnos y evitar obstáculos.
El árbol en el que vivo es una higuera gigantesca. Sus ramas ocupan gran parte del terreno, y sus raíces sobresalen como enormes patas de madera. Sus hojas son gruesas y cerosas, florece una vez al año y da unos frutos que encantan a las ardillas y los micos, que vienen ágiles, chillones y ruidosos, a comer y comer hasta que quedan redondos de tanto hartarse de higueras. Los micos nos miran con curiosidad, se acercan y nos tocan con un dedo, suavemente, temiendo nuestra reacción. Abrimos las alas lo más grande que podamos, temblamos, nuestros párpados se despiertan, y los micos brincan a otro árbol con miedo, creyendo que les vamos a hacer daño. Pero, micos al fin y al cabo, regresan al rato a comer más higueras, y a fastidiarnos de nuevo. Mientras dura la cosecha sufrimos muchas contrariedades por culpa de los maldingos micos, que ya en la tarde, repletos de semillas, pero ágiles y juguetones, se divierten molestándonos con sus dedos y sus chillidos. Cuando la luz solar va desapareciendo, asustamos a los micos, volando entre ellos, aproximándonos con movimientos rápidos y bruscos, obligándolos a desertar de nuestra higuera magnífica.
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Soy una murciélaga a la que le gusta todo, salvo la sangre, ¡eso sí me horroriza!
A unos primos míos que viven en la cueva del Corozo les encanta la sangre, y todas las noches vuelan buscándola, pegándose a cuanto animal de sangre caliente se encuentran, ¡qué espanto!
Yo por mi parte aprendí de mis padres y mi familia ―tengo una gran familia que vive hace muchos años en estas arboledas espesas― a gustar de todo, menos sangre. Me agradan los insectos, especialmente los zancudos, polillas y saltamontes; también como frutas tal cual ya les dije, son muy sabrosas, refrescantes, con aromas exquisitos y suaves carnes dulces; ah, y el polen, que delicia, me gusta tanto como el néctar de las flores que también consumo en las noches estrelladas o en las de luna llena. En fin, saboreo todo y eso me hace fuerte, resistente a enfermedades y con buena musculatura. Creo que por comer platos tan variados mis alas son muy vigorosas y puedo volar de maravilla.
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Nací mujer, esto es, murciélaga.
Mi mamá estaba colgando cabeza abajo del árbol y dio a luz esta niñita que soy yo, la murciélaga Marianita. Me recogió en una bolsita que tenemos las murciélagas debajo del abdomen para recibir a los recién nacidos. Inmediatamente, ella, mi mamita, empezó a lamerme todo el cuerpecito, a darme calor con sus alas y a dirigirme a sus tetillitas para que yo tomara las primeras leches de mi vida. ¡Qué delicia de leche! ¡Cómo me sentí de bien! ¡Cuánto hambre tenía, y cuánto calor necesitaba para vivir! Ustedes saben que, cuando uno nace, sale del calor de la barriga de la mamá ―un cálido ambiente lleno de agua tibia―, y brota uno del vientre materno a un aire nocturno más bien frío y en veces con vientos. Me hacía mucho bien la leche de mi mamá.
Duré varios días colgadita de una ramita, oculta de arañas y gatos, y fui creciendo gracias a los cuidados de mis padres; mi papá me empezó a traer pedacitos de fruta y mosquitas que yo acompañaba con la leche de mi madre.
Los adultos salían de noche a cazar sus presas, a recolectar néctar y frutas, a dispersar semillas por el bosque, a encontrarse con otros murciélagos, conversar en el lenguaje agudo de nuestra especie, y a descubrir nuevas zonas de alimentación.
Una noche salí volando con mucho temor de caerme y estrellarme contra el suelo, pero me fue bien, requetebién. Parece ser que los murciélagos nacemos con esa predisposición grabada en nuestro cuerpo desde los orígenes, hace cincuenta millones de años. Debió ser difícil para nuestros ancestros sembrar en nuestros cerebros el volar de forma automática, implantar esta maravillosa sensación de volar, estirar las alas y surcar el aire felices; difícil haberlo logrado, pero lo consiguieron.
Esa primera noche me acompañaron mis padres y buena parte de primos y tíos. ¡Fue espectacular!
No hice ninguna cacería en esa oportunidad, ni probé flores, ni frutas pues sólo quería estirar hasta el tope mis alas y volar sin ton ni son. De árbol en árbol, de rama en rama, volé con la rapidez de una flecha, hice piruetas, retorcí mi cuerpo quedando boca arriba, probando alas, velocidad, firmeza, resistencia. Si me cansaba, reposaba unos minutos en un tronco, o en una piedra, y de nuevo, feliz, maravillada de mi encuentro con el aire, las corrientes de viento, la noche y sus millares de sonidos, los ojos luminosos de toda clase de insectos, la luminiscencia de los árboles. Volar es un don de la naturaleza extraordinario.
Al amanecer, viendo que los rayos del Sol empezaban a colorear el horizonte nos fuimos a lo más profundo del bosque, a nuestra higuera, habiéndome enseñado mis padres las rutas de ida y vuelta varias veces para que no me fuese a extraviar cuando anduviese sola.
Tenía mucho vigor en mi cuerpo; aprendí a comer toda clase de platos ―había uno que no me gustaba y eran raviolis de cucarrón, me parecía espantoso―; pero todos los demás alimentos me fascinaban: insectos crujientes y de gustillos picantes, frutos de los árboles, exquisitos sabores de chulupa, guanábana, mora, aguacate, mangostino, curuba, guayaba, mango, brotes tiernos de guadua, flores de macadamia, néctar de platanillas, sanjoaquines, guamos y cítricos, en fin todo lo que ofrece la selva.
Vivir en la colonia es estupendo, se siente una acompañada, fuerte, pues tiene uno un grupo de amigos y compinches con quien salir de cacería o de paseo.
Una tarde, muy oscura, deambulé por el bosque que protegía un riachuelo, y bajé a refrescar mi garganta con agua cristalina. Asomaron a la orilla una rana y un ratón. La rana me miró, emitió un sonido extraño, un croar ruidoso, infló sus carrillos y me escupió.  Me limpié su saliva y le grite fuerte que esa no era una forma de dar bienvenida a nadie. Volvió a croar, me miró de soslayo y brincó al riachuelo perdiéndose dentro de las aguas. El ratón se parecía mucho a mí, lo que me intrigó. Vi que no tenía alas y le pregunté por qué se movía rápido, mirando a lado y lado, mostrando los pelos de su nariz, como si tuviese susto, y por qué no podía volar. Me comentó que él creía que los murciélagos éramos hijos de los ratones, y que hace millones de años, él y su familia habían perdido las alas, prefiriendo los rincones ocultos de la selva o los pastizales enormes de las praderas, y que, por lo que a él concernía, se sentía muy contento corriendo por entre cuevas, troncos de árboles, piedras y orillas de quebradas.
Me despedí de mi pariente, hice varias piruetas en el dosel del bosque, miré la luz de dos estrellas muy luminosas, y me dediqué a comer polen, pues era temporada de polen, las flores estaban explotando de amor por las demás, y para reproducirse emitían granos de colores que yo degustaba y que se pegaban a mi nariz y al cuerpo. Yo pasaba de flor en flor, de árbol en árbol, llevando el polvo vegetal que da vida a nuevas plantas, nuevos árboles y nuevas flores.
Retorné a casa, cansada de revolotear y evitar obstáculos, ramas ocultas y ventarrones fuertes. Dormí profundamente.
Muchas noches después, de flor en flor, de polilla en polilla, encontré una fruta extraña y de dulce sabor: La Fruta de Dios, como la había bautizado mi tío. Le puso ese nombre por su delicioso y suave aroma, y, porque al degustarla, era tal la exquisitez, que parecía creada por un ser superior. Mordí la cáscara, un poco dura, y logré llegar hasta el interior de la fruta: sus semillas estaban envueltas en una gelatina blanda, traslúcida, aromática y agridulce. Probé muchas semillas y sentí que mi cuerpo se desdoblaba en dos, mis alas se fortalecían y mi cabeza daba vueltas y revueltas. Una borrachera suave, un disfrute increíble, un baile de alegría fantástico. Navegué en ondas, circulé por la arboleda, llegué donde mi madre, una catarata de palabras e ideas se tomó el resto de la noche. Mi mamá se reía, me explicó que esa fruta es deliciosa pero hay que comerla con precaución pues produce alucinaciones. Una lección más me dio mi madre.
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Les cuento todo esto porque, aclarado que soy una murciélaga voladora y omnívora ―esto es, que come de todo―, encontré lejos de la foresta un sitio muy extraño: el lugar donde viven los hombres, el que llaman ciudad, parecido a nuestro bosque pero de cemento y hierro, tremendamente ruidoso y lleno de un humo espantoso.
¡Les voy a relatar mi aventura allí!
Una tarde, un poco lluviosa, con algo de dificultad para planear pues las gotas de lluvia mojaban mis alas y las hacían pesadas, yo, murciélaga Marianita, me atreví a llegar a la urbe de los hombres. Volé alto, lo más alto que podía, para tomar una mejor panorámica de ese lugar extraño. Tenía, hace muchos meses, libertad de acción ―mis padres me habían destetado ya y confiaban en mi buen sentido de orientación y en que siempre regresaba al amanecer al árbol de la familia―. Di vueltas y revueltas, competía con otros animalillos urbanos que, también nocturnos, como yo, revoloteaban por esa región insólita. El hambre que sentía lo calmaba comiéndome uno que otro insecto, alguna chapola nocturna, una aleprusita gorda que metía en mi boca y saboreaba mientras observaba la ciudad.
Las luces de algunos lugares eran muy fuertes y me emborrachaban perdiendo guía y rumbo, pero mi sentido del radar me salvaba, y regresaba a las zonas más penumbrosas donde ver de noche se me facilitaba.
Decidí aterrizar en una montaña prominente y desde un pino enorme, extendidas mis alas y agarrada con mis garritas a la rama más alta, miré mejor el panorama.
En el costado izquierdo de la ciudad las casas y edificios eran más chiquitos, menos luminosos, llegaban menos carros, las calles eran muy estrechas e innumerables viviendas no tenían acceso vial, se subía a ellas por escaleritas muy empinadas. A las ocho de la noche un hormiguero humano se desparramaba por todas esas callejuelas, entraba a tiendas y comercios, salía con bolsas, creo yo que de comida, y subían, hablando, en un chillerío enorme, agarrando de las manos a sus hijos, ayudando a ancianos a remontar los escalones, descansando, de trecho en trecho, de la fatiga de la ascensión, metiéndose por entre puertas, portoncitos y corredores a sus hogares.
Un soplo fresco me ayudó a volar a una de esas viviendas. Me asomé. ¡Les vi!... Una viejita arrugadísima, con un vestidito llenito de retazos, acompañaba a su hija ―creo que era su hija pues hablaban mucho y se dirigían sonidos la una a la otra de manera muy fluida y hasta cariñosa― a freír en un perol renegrido una pata de res, dándole vueltas una y otra vez, tostándola, quemándole grasa, tueste que tueste. Al lado, una olla sudaba al vapor un montón de papas, las que salaban con abundantes chorritos de sal, blanquita como flor de estrellas. Estas dos mujeres, la viejecita y su hija, sacaban unos platos medio desportillados, algunos tenedores y dos cuchillos grandes, los colocaban en una mesa desvencijada arrinconada al lado de los peroles y la estufa. En unos camastros mal tendidos reposaban cuatro niñitos, un vejete, y un hombre adulto, seguramente, el marido, el ‘hombre’ de la casa.
Les aclaro, esto de decir casa, es un eufemismo, pues solo era un gran cuarto en el que se arrejuntaban camas, algunas sillas, cocineta y unas mesas.
La viejita gritó algo en un lenguaje, que yo, murciélaga, no entendía, unas especies de chillidos fuertes que provocaron en los hijos y en los dos hombres el salir del cuartucho y fijar los ojos sobre el “banquete” ofrecido: dos papas por cabeza y unos retazos de un pellejo retostado con gordana y terrible olor a res muerta.
Hablaban mucho, bramidos de humano ininteligibles para mí, murciélaga de suaves voces.
Se miraban al conversar, o bajaban la cabeza regañados ante unas palabras fuertes pronunciadas por alguien con voz grave y dura. Dos mujeres, una enclenque viejecita y otra vigorosa, un vejestorio y un hombre adulto, dos niñitas, una de ellas muy pequeñita aunque ya caminando y dos críos grandecitos, inquietos y ruidosos, todos chupaban esos cueros gruesos con ansiedad, y comían las papas con las manos, tan rápido y vorazmente que comprendí el hambre que tenían. Esa familia de ocho personas se la veía sucia y el cuartucho despedía un olor feo, desagradable, a sudor humano que huele horrible, a cobijas revolcadas. Yo sabía ―me lo habían contado― que los humanos en las ciudades tienen unos lugares llamados baños donde se asean y hacen sus necesidades corporales. Pues extrañamente esta familia no tenía baño. No supe, en el tiempo que duré mirándolos desde un huequito en el techo de la vivienda, dónde iban ellos a limpiarse.
Duraron un buen rato royendo los huesos. Las papas desaparecieron en un santiamén, pero las patas esas les daban brega, aunque el hambre era más poderosa que los pedazos de res, cortada por esos dos cuchillones en trozos relativamente pequeños. Roían en silencio, a veces rompían el silencio los dos mocosos riendo y gritando pero inmediatamente eran reprendidos por el adulto, callaban y carcomían el hueso y el pellejo difícil.
Terminaron la cena, se limpiaron en la ropa las manos sucias y, salvo las dos mujeres, se sentaron en un camastro grande a mirar una pantalla de luces que sonaba y mostraba imágenes de todo tipo. El hombre ocasionalmente se volteaba hacia el viejo y señalaba algo en esa pantalla y hablaba. Yo no entendía nada, solo oía el grueso sonido de la voz del hombre. Casi dos horas estuvieron viendo cosas frente a ese cajón y uno a uno, como desgranándose, fueron cayendo dormidos en el camastro o subiéndose en la otra cama que en un rincón había. Una nube de sueño cubrió la vivienda y todo entró en silencio. Entonces me fui, pues ya era tarde y debía regresar a mi manada en el árbol, previo al amanecer.
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Dejé que pasaran dos días antes de retornar a la ciudad, pues era tanta la intriga sobre la forma cómo vivían los hombres que no resistía el deseo de mirarlos en las noches. Mis padres, y hasta alguna amiga, me aconsejaban no ir por allá, pues los vapores contaminantes de los carros y las fábricas podrían hacerme daño. De todas formas viajé, soplada por el viento y por mis fantásticas alas, al mundo de los hombres.
En esta ocasión anduve por el lado más iluminado de la ciudad, donde había más farolas y enormes lámparas, corrían por el asfalto vehículos veloces, motocicletas ruidosas, gente descendiendo de buses pequeños y grandes, vendedores de dulces y libros en las aceras, en fin, un montón de personas y sonidos que me asombraban.
Escogí un carro con varios ocupantes dentro y lo seguí pues mi condición de murciélaga voladora me permitía ir tras él muy velozmente. Llegó a una casa grande de color blanco, con enormes ventanales y un portón grandísimo. Entraron los humanos, eran cinco en total, y se desparramaron por los rincones de la casa: yo podía verlos pues entré al garaje al mismo tiempo que el vehículo. Me paré encima de una repisa y luego me metí al recinto principal, al comedor de ellos. Aquí las cosas eran muy diferentes: los habitantes de la casa estaban limpios y tres de ellos se sentaron frente a un cajón igual que en la vivienda anterior, pero este cajón era mucho más voluminoso y con un sonido muy claro. Permanecieron frente a él un largo rato hasta que oyeron las voces que salían de la cocina, chillidos que convocaban al comedor a las personas de esa vivienda. Se sentaron en una mesa ovalada y dieron comienzo a su alimentación con diversas verduras, frutas, cereales, carne y jugos. Hacían mucho ruido al hablar ―yo no entendía nada― pero los sonidos eran fuertes y altos. Un rato después terminaron su cena y cada uno se dirigió a su habitación. Aquí los cuartos eran grandes, con buenas camas y muebles relucientes. Dos de ellos, los humanos, se acostaron juntos en un mismo lecho, encendieron otro cajón de luces y voces, se fueron adormilando. Yo, murciélaga aventurera y valiente, pasé de habitación en habitación observando a sus ocupantes, intrigada por tan diferente comportamiento; condiciones tan disímiles a las que había advertido en la noche anterior. Concluí que los hombres tienen dos categorías a diferencia de nosotros, los murciélagos, quienes somos, todos, una misma familia.
Me fui entonces reflexionando, triste al ver esas desigualdades tan marcadas, aterrada de observar que en un mismo lugar, la ciudad, convivían la pobreza y la riqueza, la miseria y la abundancia, la opulencia y la estrechez. Desconsolada volé hacia mi manada y me dediqué a comer el resto de noche unas polillitas doradas que volaban por miríadas entre la arboleda.

 Amanecía, y cansada, abatida, me colgué del árbol centenario y me fui durmiendo con el murmullo de la bandada de murciélagos y el sonido de las hojas de los árboles que se restregaban, mecidas por un vientecillo, unas contra otras, produciéndome un sueño delicioso.

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