miércoles, 14 de septiembre de 2016

Luna en los charcos, por GLORIA ACOSTA.



Manuel no pudo celebrar su décimo octavo cumpleaños. Llovía sin parar cuando lo enterraron.
—¿Por qué es tan raro ese niño madre?
— Pobrecito, acaba de perder a sus padres y sus tíos han sido muy buenos trayéndolo al pueblo. Anda, sal a jugar con él, debe sentirse muy solo.
    Ese día no jugamos pero sí todos los demás.
  Con doce años las estaciones eran anchas y caudalosas como el río que rompía la monotonía de los veranos de nuestra infancia, pero el agosto de Manuel fue el más novedoso de mi vida.
— Bajo al río a refrescarme, ¿vienes?
— No.
   Y se quedó mirándome desde la puerta del tío Siverio, porque allí todos nos llamábamos tíos y primos. Cosas de pueblo.
— No se lo tengas en cuenta Julia, en la ciudad los niños apenas salen a la calle, y su madre tuvo tantos abortos...
   Las niñas de mi pueblo escupíamos en la explanada de tierra que había detrás de la iglesia. Nos poníamos en fila junto a los chicos y tomábamos carrerilla hasta la línea marcada en el suelo, para lanzar lo más lejos posible nuestros escupitajos, mientras Santi en su silla de ruedas, hacía de juez si había que dirimir algún empate. Era el único del  grupo que no participaba porque la polio se había portado muy mal con él. Pero era implacable y todos respetábamos su decisión. Las niñas de mi pueblo cazábamos ranas y lagartos para luego abrirles la barriga y ver cómo latía el corazón. En mi pueblo no había niñas y niños, había la pandilla.
— Julia, pareces un muchachote, deberías ponerte un vestido y venir el domingo a misa.
  En los pueblos los curas siempre eran así de entrometidos.
  El segundo día del agosto de Manuel, descargó una fuerte tormenta. El cielo se oscureció y al instante el ruido de unos truenos destapó la caja de una lluvia gruesa primero y aterciopelada después. Aquel era mi momento preferido. Salía descalza al patio trasero a recoger la ropa que se arremolinaba con el aire y se agarraba con fuerza a los tendederos y cuando el espacio quedaba despejado abría los brazos saltando en los charcos y sacando la lengua para regarla del agua bendita de Dios.
— Sólo el agua bendecida en la Santa Madre Iglesia por un sacerdote, es agua bendita, Julia.
   En los pueblos los curas siempre decían esas pamplinas.
  Empapada de risa y jolgorio descubrí a Manuel espiándome por la ventana de la casa de su tío y le hice señas con la mano para que viniera. Al principio se escondió ruborizado pero luego la puerta se abrió y se acercó despacio permaneciendo quieto a mi lado. Le apreté las  manos y dimos vueltas como un tiovivo de feria hasta que caímos al suelo con algazara de niños y regañina de adultos.
   Los siguientes días del agosto de Manuel transcurrieron serenos y diáfanos. La nube temerosa que lo envolvía fue despejando y trajo consigo un alma libre, un corazón grande y un cuerpo hermoso.Y fuimos inseparables. Del río al viejo aserradero, de la plaza al altozano en carrera alborozada que nos lanzaba sin aliento a rodar por la hierba pendiente abajo. Algunas tardes bajo el sopor lento de un pueblo en siesta, nos escurríamos en silencio hasta la carretera del cementerio. Cuando Teresa, Román y las gemelas nos acompañaban, nos insuflábamos de valentía recorriendo la pendiente bordeada de cipreses para alcanzar el portalón de hierro que nos invitaba a  traspasar la frontera de los vivos. El bombeo de los corazones nos cargaba de una adrenalina difícil de renunciar cuando jugar allí al escondite se convertía en un emocionante reto. Repartíamos la suerte y el que se la quedaba escondía el rostro entre las manos y contaba hasta diez muy despacio. Los demás nos desperdigábamos buscando un lugar tras una estatua, un panteón o un pino y agazapados en silencio sentíamos el viento caliente  soplar en nuestras cabezas al ritmo del fragor azogado del pecho que parecía anunciar en un redoble, la entrada de algún alma al purgatorio. El vaho de un espejismo siempre provocaba el grito y todos corríamos cuesta abajo sin volver la vista hasta acabar resoplando en los jardines de la plaza chica.
   Pero la lluvia, esperada y agradecida, nos proporcionaba los mejores encuentros. Era escucharla y salir en alborotado frenesí a restallar charcos hasta el anochecer, remover el barro y embarrar las caras haciendo muecas que espantaban al miedo, trayendo la risa limpia de dos criaturas a la caza de una  inmensidad  de estrellas opalescentes que el reverbero del agua nos regalaba.
   El último día del agosto de Manuel un aguacero no dio tregua durante la mañana, pero el manto sumiso del atardecer nos reunió en el huerto del tío Siverio. La llovizna languidecía con la despedida mientras lanzábamos piedrecillas horadando los barrizales. Emborrachados en agua, mirábamos al frente sin hablar, mientras una obstinada melancolía se nos escurría por el pecho. La luna llena azulaba sus cabellos negros y la humedad de la blusa insinuó la turgencia de mis nacientes senos.  Acarició mi cara y me besó en apenas un roce húmedo. Y salió corriendo. No volvió, ni ese año ni los siguientes. Regresó a los dieciocho para su entierro.
— ¿ Cómo ocurrió, tío Siverio?
— Lo encontró un vagabundo en el suelo, con la cabeza destrozada. Esa noche llovía mucho y no debió coger la moto, pero él siempre decía que iba a cazar la luna en los charcos.



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