domingo, 14 de febrero de 2016

Saturnine, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ.


Miríadas de fotones se colaban, a duras penas, por los resquicios de la persiana, dibujando sobre la descolorida superficie del armario una sucesión de trazos paralelos, discontinuos, cual carriles de autopista. El polvo en suspensión, a su vez, daba forma corpórea a los haces de luz, que parecían recortar una silueta en mitad de la desangelada habitación.
Esos mismos rayos habían cruzado el vacío en unos ocho minutos desde que fueron lanzados por el astro rey en todas direcciones. Eso quería decir que el cosmos, tal y como lo observamos, no es sino el reflejo retardado de lo que fue, a mayor distancia, mayor diferencia entre lo observado y su estado real. De ahí que estrellas muy lejanas, de las que apenas percibimos un latente brillo en la bóveda celeste, tal vez se hayan extinguido hace mucho tiempo, dejando un abismo desconocido en la negrura galáctica que no percibiremos hasta dentro de eones, con suerte.
Estas paradojas no le eran desconocidas al anciano que, ensimismado en sus pensamientos, escuchaba la radio en la penumbra de su cuarto. Como astrónomo aficionado había recorrido la bóveda celeste, noche tras noche, durante incontables años, observando el elegante baile de los astros en su periplo cósmico. Según crecía su interés por la astronomía, aumentaba el tamaño de su telescopio, a fin de ver con más nitidez los anillos de Saturno, observar con más detalle estrellas más y más lejanas, paladear con precisión casi profesional alineaciones, eclipses y perigeos orbitales.
Cesó la música, y el locutor inició el noticiario. Tras las recurrentes noticias políticas, prosiguió con otras de actualidad, de toda índole.
«Y terminamos el informativo con una noticia de Ciencia. Hace unos meses informamos que, según observaciones realizadas por varios telescopios espaciales, la comunidad científica se planteaba la posibilidad de que un nuevo planeta estuviera orbitando más allá de Plutón, dadas las evidencias encontradas en relación a los efectos gravitacionales sobre objetos del cinturón de Kuiper. Pues bien, astrofísicos  estadounidenses han aportado pruebas que fundamentan esta hipótesis. Han conseguido detectar la presencia de un nuevo planeta helado, unas diez veces mayor que la tierra. De corroborarse esta información, habría que reescribir todos los libros de texto, de los cuales se eliminó a Plutón por su pequeño tamaño, e incluir este nuevo cuerpo celeste, el planeta nueve de nuestro Sistema Solar».
El leve zumbido de la máquina que le proporcionaba oxígeno quedó apagado por un sollozo atronador, acompañado por una incontenible cascada de lágrimas que eran absorbidas al instante por su raída chaqueta de punto. En ese momento, la puerta se abrió de golpe, dejando escapar las melodías radiofónicas por toda la casa. Era Javier, su nieto, que había vuelto del colegio.
―¡Abuelo!― aulló a sabiendas de que el anciano era duro de oído. ―Cuando te cuente lo que me ha pasado hoy en el cole no te lo... ―la frase quedó interrumpida cuando observó a su compungido ancestro. No era la primera vez que le veía llorar.
Desde que murió la abuela Felisa, hacía ya tres años, el deterioro físico y anímico causaron mella en su salud. Unas mal operadas cataratas le dejaron casi ciego, el enfisema hacía que cualquier pequeño esfuerzo le dejara exhausto, y por tanto, sin capacidad para desplazarse por sí mismo. Parecía increíble que una persona tan vital pudiera degenerar tan rápidamente, era como si le hubiesen arrancado de un plumazo las ganas de vivir al arrebatarle a lo que más amaba en este mundo.
El impúber sabía como actuar en estas ocasiones. Cerró la puerta, en primer lugar, y después levantó la persiana permitiendo que los rayos vespertinos inundaran la alcoba. Cambió de dial hasta que encontró una emisora donde emitían los últimos éxitos del mercado discográfico. Se puso a agitar pies y brazos como si hubiese salido de un  frenopático, haciendo muecas burlonas y descaradas, para terminar colocando la palma de su mano a la altura del hierático semblante del vejestorio, esperando cerrar la bufonada con aquel gesto de complicidad.
―Vamos, ¿a qué esperas?. Chócala―le dijo con desparpajo. El viejo, sacando unas fuerzas que creía inexistentes, levantó su vacilante mano, sellando de este modo el excéntrico ritual.
Javier era el único habitante de la casa que le prestaba algo de atención. Su hijo, de carácter apocado y algo hosco, había delegado la responsabilidad de su cuidado en su nuera, una estirada universitaria conformista, carente de ambición y espíritu, que hacía lo justo y suficiente por alimentarle y mantenerlo limpio, nada más. Seguían esperando la ayuda estatal que nunca llegaba, y mientras no hubiese cuidadora especializada o plaza en residencia geriátrica, Javier era su única ventana abierta a una realidad que atormentaba aquella mente, todavía ágil, encerrada en un cuerpo decadente.
―¿Me enseñarás hoy el truco, abuelo?―le preguntó mientras apretaba con sus dedos el esbelto tubito que alimentaba la mascarilla de oxígeno, lo que obligó al anciano a abrir la boca para mantener el resuello.
―¡Demonio de crío! ―apenas pudo balbucear. A continuación, señaló con el  índice su mejilla, reclamando el tributo para aceptar su petición. El chiquillo, que ya iba para los once años, se mostró reticente, pero finalmente posó sus labios levemente sobre la agrietada epidermis.
Al compás de la música, se desplazó hasta la mesita de noche, de cuyo cajón extrajo un macilento juego de naipes, que se dispuso a barajar con ahínco. Del montón, tomó al azar una carta, la miró, memorizando número y palo, y la colocó encima del mazo, el cual puso sobre el regazo su abuelo. Este posó su mano derecha sobre el montón y la izquierda sobre su frente, como intentando transferir la información de la carta con la que mantenía contacto, a través de su brazo, hasta su cerebro. Tras unos segundos de concentración, apartó su mano derecha, y entregó de nuevo el juego de cartas al niño para que las mezclara. Retornó la baraja a manos del viejo, que con una soltura inusitada, las desplegó en abanico, escrutándolas con sus cansados ojos. Consolidado de nuevo el mazo, lo cortó en repetidas ocasiones y sin más dilación, empezó a arrojar cartas al suelo, como un poseso. Bastos y oros fueron todos desechados, también las copas. Pero cuando en su mano se topó con el tres de espadas, se acabó el juego. Lo puso sobre su frente para darle más dramatismo, y Javier se quedó, una vez más, boquiabierto pues no pudo advertir el truco para aquella demostración de clarividencia.
―¿Me vas a decir de una vez cómo lo has hecho?. Cuando se lo haga a mi pandilla van a alucinar.
―Está bien―contestó con voz queda― pero antes tráeme una cosa del armario. Ahí, en la puerta de la derecha, un maletín oscuro.
Los goznes rechinaron y un olor a naftalina le golpeó en la cara. Prendas pasadas de moda, un traje oscuro, juegos de sábanas y un montón de pañales atestaban el ropero. Del fondo extrajo la valija, y la puso junto a la silla de ruedas. Rebuscó el vejestorio en su interior y cogió una carpeta azul de laxas gomas en sus laterales. Estaba repleta de un puñado de hojas manuscritas, dibujos extraños, símbolos matemáticos. También mucha correspondencia, que a juzgar por el color parduzco de los sobres, había estado guardada durante décadas. De entre toda esta maraña de papel, buscaba con énfasis febril un documento en concreto. Por fin lo halló, y las lágrimas volvieron a sus ojos. Del descolorido sobre sacó una epístola dirigida a la Real Sociedad Española de Física.
De los tres folios de su contenido, desplegó ante sí el último. Era un dibujo realizado a mano alzada, pero lleno de pulcritud y definición. En la parte inferior, el circulo solar, en línea vertical ascendente, todos los planetas del sistema. Sólo que más allá de Plutón había dibujado una eclíptica que no se correspondía con ningún planeta conocido, trazada su elipse junto a una leyenda que semejaba una suerte de coordenadas. Lo señaló con su índice al tiempo que exclamaba:
―¡Lo han encontrado!
―¿Que han encontrado el qué? ―se apresuró a contestar el mocoso.
―El planeta. Estaba ahí, donde yo les dije, pero no quisieron creerme.
Javier pensó que su abuelo había perdido definitivamente la chaveta. ¿Cómo iba a haber descubierto un planeta?. ¿Qué podía saber él de astronomía?. Pero si ni siquiera tenía un telescopio.
La puerta se abrió de improviso y puso fin a la conversación.
―Javi, ¿qué te he dicho mil veces?. Lo primero es la merienda y luego los deberes, que no quiero que estés hasta las tantas, como siempre. Y deja en paz al abuelo― le dijo su madre con mirada furibunda. No le dejaba ni acercarse al anciano, lo mismo pensaba que le iba a pegar algo. Con ella no le valían sus tonterías. Resignado, recogió los papeles y los devolvió al armario. Pero esa duda quedó anclada en su cabeza.
Esa noche, aprovechando que el abuelo se acostó muy temprano, trató de interrogar a su padre sobre tiempos pretéritos. Le debió pillar de buen humor, bien porque fuera viernes, bien por la segunda cerveza que acababa de apurar mientras terminaba de cenar.
―¿Papá?. Trabajó en el campo durante muchos años. Teníamos tierras, un montón de viñas. ¿Te acuerdas de la última vez que estuvimos en el pueblo, entre el río y el camino del cementerio?. Pues todo eso era nuestro. Pero un año llegó el mildiu y arrasó con media cosecha, y a partir de ahí, otros cuantos años malos, así que no levantamos cabeza. Yo tendría tu edad cuando el abuelo tuvo que venderlo todo, incluida la bodega, porque nos ahogaban las deudas.
Rememorar estos episodios dejaron una semblanza de tristeza en los ojos de su padre. Pero Javier no quería desviarse del tema que le interesaba, así que lanzó una pregunta directa.
―¿Y que hacía el abuelo por las noches, papá?.
―¿Por las noches?. ¿A qué te refieres? ―vaciló durante un instante. ―Ah, ya, seguro que te ha hablado de su telescopio y todas esas tonterías del planeta...
―¿Tiene un telescopio?―le interrumpió con ojos como platos.
―Tenía un telescopio―le rectificó. ―Primero uno pequeño, en el patio. Me acuerdo que en verano observábamos juntos la luna y las estrellas. Luego se compró uno enorme que puso en la azotea. Allí se pasaba las horas muertas, toda la noche. Estaba obsesionado con una idea absurda. Decía que había visto algo allí arriba que nadie más había visto. Se tiró años con esa cantinela, hasta que un día, tuvo que vender el cacharro porque no teníamos ni para comer. Mucho mirar al cielo pero nunca miraba lo que pasaba a su alrededor.
Este comentario amargo escondía reproches que un niño todavía no podía entender. Lo cierto es que las dificultades económicas y el carácter algo obsesivo del patriarca pasaron factura a todos los miembros de la familia. Pasaron los años y la prole abandonó el nido. Los abuelos siguieron malviviendo en el pueblo durante unos cuantos lustros hasta que la enfermedad de la abuela les obligó a venir a la capital para su tratamiento. No duró más de un año.

Al día siguiente, la curiosidad del chiquillo le llevó a buscar en su ordenador información sobre nuevos planetas. Enseguida dio con la noticia del noveno planeta recientemente descubierto. A media mañana, aprovechando que el abuelo estaba en el baño, cogió aquella carpeta y se la llevó a su habitación. No dejó ni un solo papel sin leer. Para su asombro, descubrió que su pariente había mantenido correspondencia durante años con diferentes asociaciones astronómicas, instándoles a mirar en una determinada dirección del espacio. Además de a la Real Sociedad Española de Física, llegó a enviar una carta a la Real Sociedad Astronómica de Londres, en un inglés tan básico que le resultaba hilarante, a saber quién le había escrito aquello.
Obviamente, nunca nadie prestó atención a aquellas cartas, ni le dieron siquiera un atisbo de credibilidad o al menos curiosidad por saber si aquel astrónomo aficionado pudiera tener razón. Nadie respondió. No era justo, pensó. Así que urdió un plan para que se reconociera su mérito. Escaneó los documentos y cartas mientras sus padres pensaban que dormía la siesta. El domingo por la mañana siguió haciendo pesquisas en la red, hasta que encontró la página de la Sociedad Española de Astronomía, a la que envío el siguiente mail junto a todo el material recopilado.
«Señores científicos:
Me llamo Javier y quiero poner fin a una injusticia. Seguro que saben que acaban de descubrir un nuevo planeta, más allá de Plutón. Pues bien, ese planeta fue descubierto por mi abuelo hace muchos años. Se lo dijo a otros señores astrónomos para que pudieran comprobarlo, pero no le hicieron caso. Les adjunto los documentos y cartas que mi abuelo envió hace cuarenta años para que vean que es verdad lo que digo.
Él ya está muy mayor, apenas ve ni oye, pero dedicó mucho tiempo de su vida a encontrar ese planeta, por lo que creo que se le debe reconocer como su descubridor. Y que no le pase como a Cristóbal Colón, que vino ese tal Américo Vespuccio y le puso su nombre al continente.
Por eso, quería hacerles una petición. Ya que este nuevo planeta es el noveno del Sistema Solar, y mi abuelo se llama Saturnino, se le podría llamar “Saturnine”, una mezcla entre Saturno y el número nueve en inglés. Creo que no es mucho pedir, y a él le haría muy feliz este reconocimiento. Muchas gracias».

No le dijo ni una palabra a su abuelo, sería una sorpresa, y seguro que se sentiría orgulloso de que al menos su nieto le hubiera creído. Sólo era cuestión de esperar a que le respondiesen.
Pasaron un par de semanas, y la delicada salud del abuelo se fue deteriorando. Una tarde, al volver del colegio, Javier entró disparado en la alcoba del abuelo, para descubrir que no estaba allí. Se fue corriendo a la cocina y preguntó a su madre. Se lo acababan de llevar al hospital, aunque su madre quiso quitarle importancia al asunto. No le permitieron ir a verlo durante los primeros días que estuvo ingresado.
Pero un día, llegó una carta. Tenía un membrete con un logotipo que parecía una galaxia, y estaba dirigida a su abuelo. No podía creerlo, le temblaban las piernas de la emoción. Tenía que entregársela, así que dio la lata hasta que por fin sus padres accedieron a que le visitara.
Al entrar en la aséptica habitación, quedó impactado al ver aquel enjuto cuerpo rodeado de cables. Se aproximó y cogió su mano. Los párpados del octogenario se humedecieron.
―¿Cómo estás, abuelo?
―Bien―le contestó con apenas un hilo de voz. Sabía que era mentira, que la vida se le escapaba irremediablemente.
―Tengo una cosa que contarte, abuelo, bueno en realidad dos.
Sacó la baraja del bolsillo. Cogió una carta y la puso boca arriba en la palma de la mano del anciano.
―Me has engañado todo este tiempo, ¿verdad?. Cuando me devolvías el mazo, mi carta no estaba allí, la tenías bajo tu mano, y al hacer el abanico veías cual era la que yo había escogido―. Saturnino hizo un atisbo de querer reírse, pero la mascarilla sobre su cara lo impedía.
―Tengo una carta para ti, pero de otro tipo― sacó el sobre y lo puso delante de sus narices. ― ¿Quieres que te la lea?. Es de la Sociedad Española de Astronomía. Les envié tus papeles, espero que no te enfades por no haberte pedido permiso.
De repente saltaron las alarmas en el aparato que monitorizaba sus constantes. El ritmo cardíaco se aceleraba repentinamente para luego caer en picado. Su padre, que estaba en la puerta, contemplaba la escena sin capacidad de respuesta, cuando entró una enfermera a toda prisa.
―¡Llévese al niño, por favor!


Saturnino fue enterrado junto a su amada Felisa. Murió sin saber el contenido de aquella carta. Quién sabe cómo podían haber cambiado sus vidas si esa carta hubiese llegado años atrás. Quién sabe que nombre adoptaría finalmente ese nuevo astro. Mirando al firmamento descubrimos lo pequeños que somos, y al mismo tiempo, la grandeza de las pequeñas cosas de nuestra vida. Esa es la lección que Javier enseñó años después a su descendencia. Eso, y el truco de cartas que aprendió de su abuelo.

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