lunes, 14 de diciembre de 2015

Ratna-Yakam, por GLORIA ACOSTA.




Ante el espejo del vestidor, Angelina contempló la perfecta simbiosis que aquel Versace formaba con su  figura.  Pasearía por la alfombra roja en apenas tres horas y miles de destellos atraparían  cada detalle, cuidado hasta la perfección.

En el barrio de Idgah, aún faltaban dos horas para la salida del sol. Rajul preparaba como cada día el desayuno con arroz y puré de lentejas para sus tres hijas. Esa mañana se sentía especialmente alegre. Tras cuatro años de aprendiz, Aruna pasaría a formar parte de los pulidores a sueldo, y esas rupias supondrían un alivio a la carga familiar, ahora que los mayores se habían independizado.
La ciudad rosa nunca dormía, sacudida  por los ecos del bullicio callejero, el tráfico desordenado y los miles de turistas noctámbulos, cazadores de inútiles recuerdos.
La noche había conseguido refrescar el calor diurno en ese último mes del invierno  y todo estaba dispuesto sobre la mesa de la pequeña estancia, al fondo de la casucha destartalada, en la que Rajul ejercía de barbero; lugar estratégico desde  donde controlar los servicios de inspección, cada vez más frecuentes e inoportunos. En esta ocasión la mercancía provenía de Myanmar lo que aseguraba una excelente calidad.
El buen hombre hacía números soñando con la posibilidad de casar  lo antes posible a Aruna. Pronto cumpliría los quince años y sus dedos ya no tendrían las pequeñas dimensiones y habilidad que la singularizaba como la más deseada por los talleres diseminados en el barrio más humilde de la ciudad.  Bendecida por un don especial, las piezas que salían de sus  manos teñidas de verde óxido, eran las más codiciadas del mercado. La pequeña  empezaba a acusar las primeras molestias en su espalda  y su dedo índice, ligeramente deformado, perdía agilidad en la rueda. Los hijos mayores  también habían tenido  el honor de ser pulidores, era la tradición familiar, pero ninguno había alcanzado la destreza de la muchacha. Sin embargo aún quedaban demasiado lejos las veinte mil rupias necesarias para asegurarle un  marido sin pretensiones.
 Estas ideas rondaban su cabeza cuando Aruna se levantó de su camastro. Llevaba demasiado tiempo despertando con esa molesta tos seca.
Sacudió su cabello desalojando así de su cabeza el recurrente sueño que la agitaba desde que su padre le prohibiera continuar en la escuela, siete años atrás. Ya casi había olvidado su habilidad con  la lectura y los números, diluyendo sus primeros anhelos en el espejismo de un mundo inalcanzable que se escapaba en las maletas de los turistas que visitaban la ciudad, para luego abandonarla y dirigirse a sus confortables despachos o salones de casas de verdad.
Se aseó y  vistió con prisa el traje de faena, tomó su habitual desayuno y ocupó su puesto junto a sus hermanas pequeñas y los dos hijos del vecino.
Rajul esparció las piedras en la mesa, entregando a su hija un fantástico <<sangre de paloma>>, con una tonalidad azul en el rojo, como no había visto antes. Sus ojos se encendieron con el brillo ardiente de la ambición. El capataz se sentiría orgulloso de su pequeña cuando acudiera, al medio día, a inspeccionar el trabajo.  Sería la ocasión perfecta de solicitar al menos cuarenta rupias diarias.
   En la semioscuridad, los ojos de Aruna, competían con el polvo verde de sus manos, mientras hacía girar el disco sobre el que aquel rubí tomaba la forma oval deseada. Rodaba al ritmo agitado de las ansias de la mujer que deseaba dejar de ser niña.

Comenzaba la tarde y los  invitados empezaba a ocupar sus asientos en el Dolby Theatre. Las vallas que circundaban la entrada estallaban con el clamor de las voces de los periodistas congregados que gritaban su nombre, pidiendo una fotografía o un posado original.
 Los destellos de la tormenta de flases, acentuaban el rojo sangre del << ratna-yaka >> que Angelina lucía en su  cuello.
Mientras, amanecía en Jaipur.


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