sábado, 14 de noviembre de 2015

Dama de otoño, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.


            Yo era entonces un chaval. Quizá por eso mis recuerdos tengan un tamiz exagerado, fantasioso. Ya se sabe que la infancia es un periodo en que los ojos ven la vida diferente, acaso más intensa. A veces —al echar la vista atrás— he dudado de mis propias percepciones. Razones de adulto. Explicaciones varias. Mas hay huellas indelebles en el alma, imposibles de borrar por un cerebro ya maduro. ¿A qué tanto empeño en no asumir el desconcierto? Hablo, claro está, de ciertas impresiones que se graban en la mente más profunda, en el fondo de un pequeño corazón.
            Muchos años me separan de aquel niño que un día fui. De la tierra y el paisaje al que no he vuelto desde el día del entierro de mi madre. ¡Qué frío me resulta el columbario, la imagen congelada de las tumbas! Ahora que ellos —mis padres— ya no están, apenas intercambio una llamada ocasional, intrascendente con mis hermanos. La pantalla táctil se llena, eso es cierto, de mensajes y palabras siempre vacuas.
            Casi nunca tengo tiempo de pensar. La ciudad me sedujo y me atrapó. Yo me dejé cazar, y jugué a ser feliz. Voy y vengo. Trabajo, hago planes, sudo en el gimnasio, soy fiel, finjo interés, miento a veces, codicio el puesto de otros, sus coches y salarios, fantaseo en los descansos, y algunas noches sueño.
            Otras ocasiones, muy pocas, me emborracho y entonces me miro con asco, con desprecio. Me pregunto quién soy y una foto antigua —el gesto apenado de un niño— me responde.
            Esta tarde oscura me acompaña un libro, también la copa y la botella. Cristina y los niños están fuera. Mi mujer es una buena persona, pero es demasiado racional. Le gusta vivir bien. Ordenadamente, sin sobresaltos. Aunque gana más que yo, me exige —en cláusulas no escritas— seguridad financiera y conyugal. Yo cumplo las normas, o al menos lo intento. No discutimos. Últimamente no hacemos el amor.
            La primavera de mi vida quedó atrás. Como las hojas de esos plátanos enhiestos que flanquean la avenida, yo también me arrugo y me marchito cada otoño, cada día, cada hora. ¿Qué pensarán esos árboles en medio del asfalto y el tráfico? Ninguna tierra acogerá sus hojas muertas. Hasta el viento entenderá lo estéril de su aliento, la abulia de vehículos y gentes, el tráfago perpetuo y egoísta.
            La ginebra me muestra una cara diferente. Perdí la magia, sí. Perdí mis raíces, cierto. Huí de mí mismo y me convertí en un ser de plástico y metal. Cumplidor, anónimo urbanita, nostálgico —flaquezas de viejo— del niño que una tarde abandoné.

            Más lúcido que nunca, dejé la copa a medias. Me puse el chándal y, sintiéndome ridículo, me fui al parque a caminar, tal vez a correr, no sé si a huir una vez más. Cristina y los niños cenarían con Mercedes, mi suegra, un calco de su hija.
            Hacía frío. A ratos lloviznaba. Había muy poca gente a aquellas horas en el parque. Apagué el móvil y me sentí más ligero. Liberado de un peso inasible. Aquí sí, el viento no sentía vergüenza, tenía sentido y azotaba mi piel dura y el ocaso de noviembre.
            El aire humedecido penetraba en mis pulmones, desahogaba la opresión artificial de la gran urbe. Casi humano, más cerca de la carne y de los huesos, abandoné el asfalto y, sin rumbo, caminé sobre una senda terrosa. Mis canas se tiñeron de repente con sonrisas y memorias del ayer. Rescaté al niño que jugaba en las afueras (al fútbol, al gua o las chapas), al héroe que trepaba hacia las copas de los pinos, defendido de atacantes invisibles…
            Volví al misterio de la infancia. Al recuerdo de un verano interminable y sofocante. A la joven que una tarde llegó al pueblo; la chica sin memoria que acogimos en la casa por un tiempo.
            Lo decían las noticias. En la tele, en la radio, en los bares y en la plaza. No se hablaba de otra cosa. El verano se alargaba y se alargaba. Ni rastro del otoño. Faltaban veinte días para Nochebuena y el estío proseguía. Sacaron en andas a la Virgen y las calles se colmaron de plegarias. Mi padre, hombre cabal, receló de rogativas. «¡Esto es obra del demonio!», mascullaba a todas horas. No así mi madre, que rezaba día y noche. Y en esto apareció aquella muchacha pelirroja. Se coló en nuestro universo —diminuto— y lo puso patas arriba.
            Nada más verla, mis hermanos y yo nos disputamos su cuidado como fieras. Así, de la noche a la mañana, comenzaron las peleas intestinas. Y no era de extrañar: jamás he vuelto a ver una criatura tan hermosa. Ahí supe, por vez primera, lo que era el insomnio. Las quimeras infantiles de un amor imposible, bisoño y primerizo.
            La chica parecía enferma, confusa y extraviada. Guardó cama unos días. Enseguida cobró fuerzas y, con sonrisa triste, capeó el bombardeo de preguntas. Una noche de diciembre, abiertas las ventanas de par en par, nos dejó patidifusos con su insólita aventura. Habló de bosques y conjuros, de luces y de sombras, de seres primitivos y del robo de una bolsa en que guardaba su varita y sus hechizos.

            Una vez, hace ya tiempo, quise contarles a mis hijos esta historia. Abrir mi corazón y la coraza que me encierra. Más pendientes de sus juegos virtuales —la vida resumida en un rectángulo—, apenas me prestaron atención. Un muro de plasma nos aislaba para siempre. Nada dije a Cristina, por supuesto. Perdí toda esperanza; me resigné a enterrar la magia.

            De crío me gustaba ir a cazar. (Tampoco he compartido nunca esto, pues entonces el cazado sería yo). Mi padre me metió aquel gusanillo. Abierta la veda, salíamos al monte los domingos —furgoneta, escopetas, la cesta con tortilla, el zurrón y dos perrillos—. Una cálida mañana abatimos tres perdices, dos liebres y una bestezuela; un ser deforme, barbado y orejudo, que —lo supimos al llegar a su altura— aferraba entre sus garras una faltriquera.
            Como buenos cristianos, enterramos al ladrón bajo una encina.
            Regresamos al ocaso con las piezas y un pálpito halagüeño. Había radios encendidas, voces agudas en los patios; locutores deportivos amagaban con infartos fulminantes. Mi padre extrajo la bolsita y la tendió a la muchacha. Ésta, radiante de sorpresa y entusiasmo, lanzó un grito agudo de alegría.
            Aquella misma noche, el hada tornó al bosque. Con su marcha, entró el otoño más hermoso que recuerdo. El más largo e intenso. Ahíto de magia y belleza, pues las hadas del invierno y primavera concedieron una tregua excepcional.


            Jamás he vuelto a verla, pero sé que sigue viva, que mi infancia no está muerta. La siento cada otoño renacer.

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