domingo, 15 de febrero de 2015

Te esperaré en la Alcazaba (fragmento de la novela), por ANTONIO MEDINA GUEVARA.

   


    Ajenos a mi presencia no notaban que les hacía de espía. Muhamad Ibn Harabí había llegado a un punto que exigía tomar ciertas precauciones en todas sus palabras. Hablaba de atroces acontecimientos vividos en el sitio de donde venían, así de como predecía que serían los que llegarían; de que prefería partir a la tierra de sus antepasados, antes que morir en otras donde nadie los querían… De la belleza de las mujeres de nuestra raza y que estaban por millones en aquellas lejanas tierras esperando a que volviéramos algún día a nuestras verdaderas raíces.
     Yo no lo entendía…
     Hablaba que sus manos se habían aventurado bajo la túnica de una bella mujer y habían acariciado sus pechos, pero que las había retirado enseguida para no romper el encanto de lo no conseguido… Y hablaba de las piernas de esa misma mujer:
      —Son como dos lunas llenas sobre una delgada rama… —murmuró Ibn Harabí al referirse a ella — Mis manos encontraron un camino desde su cintura hasta los inexplorados territorios de abajo que estaban cubiertos por unos amplios pantalones de seda. Palpé por debajo de la seda y luego comencé a acariciar sus muslos suaves como dunas de arena y me pregunté: pero, ¿dónde está la palmera repleta de suculentos dátiles…?
     Era evidente que si seguían adelante con aquella conversación al final entendería algo de lo que apenas escuchaba… Y seguí prestando atención mientras él lo explicaba todo:
     —Me detuve antes de llegar, sin embargo, la joven pensó que, si me detenía, la frustración y la larga espera hasta poder consumar nuestra pasión le harían la vida intolerable. Ella no quería detenerse. Había olvidado todas las reglas del decoro y deseaba desesperadamente hacer el amor conmigo… Había obtenido tanto placer hasta el momento que no pude pararme…
     Entonces llamó mi madre a la mesa y dijo:
     —¡Escuchadme con atención, familia…!
     »¡Degustadores de mi comida!. Esta noche os he preparado mi guiso preferido que sólo puede consumirse después de la puesta del sol. En él encontraréis diez nabos limpios en rodajas, cinco tacas peladas hasta que brillen y dos pechos de cordero para añadirle lustre. Dos polluelos sin sangre, una taza de yogur, yerbas cultivadas por mis propias manos en el huerto de la Alhanda, y especias que le dan el color del barro. Le añadiré a la mezcla una taza de melaza y, Wa Alá, listo estará. Pero recordad una cosa si queréis hacerlo en vuestra nueva tierra: la carne y las verduras deben freírse por separado y luego unirse en la olla con agua como la de la fuente de la Sima, que es la mejor para esto y, donde antes se hirvieron estas últimas, dejaré cocer despacio mientras todos cantamos y nos divertimos que cuando se acabe la diversión, el guiso listo estará…
     Y siguió:
     ―Mientras tanto el arroz está preparado, rábanos, zanahorias, guindillas y tomates, aguardan impacientes para unirse al guiso en las fuentes de barro…
     Aquel anochecer fue de una alegría como no recordábamos en mucho tiempo en mi casa. Cantamos viejas y nuevas canciones y bailamos hasta bien entrada la noche. Tomamos arregosto otra vez por los cánticos ahora mal vistos y nos rendimos después al cansancio…
     Mi madre quedó cantando:

‘Tres moricas me enamoran, en Jaén:
Axa, Fátima, y Marién.

Tres moricas tan garridas
iban a coger olivas
y hallábanlas cogidas, en Jaén:
Axa, Fátima, y Marién…


Aquella noche había dado mucho gusto estar comiendo y cantando en mi casa, pero de vez en cuando, los rostros de mi padre, madre y abuelos, no podían disimular una enorme preocupación… Después supe que aquello fue una fiesta de despedida para aquella familia nuestra que llegó por el camino que lleva y trae de Guadix; que antes de que el sol despuntara por el costado del Jabalcón ellos partirían hacia Baza, Caniles de Baza, Serón, el Almanzora, Vera, y después al norte de África.

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