domingo, 14 de septiembre de 2014

Relato de una fotografía, por INMACULADA JIMÉNEZ GAMERO.

                            




Cuando te vi entrar en la iglesia con tu padre del brazo, sentí un escalofrío, el mismo que cuando te conocí, mientras paseábamos por la calle ancha.
Por fin seriamos marido y mujer, para lo bueno y para lo malo.  Apareciste como una celebridad, con un aura blanca y pura, con ese vestido de crepe, elegante, sencillo, y entallado a tu cuerpo, que tú misma has confeccionado. Con esa forma tuya de andar de paso corto y manso,   con esa media sonrisa de piconera, y ese negro azabache de tu pelo corto y ensortijado.  Eres mi reina, eres mi dama.

La música nupcial, fue un soplo más de frescor para la emoción que abrigué. Familiares, amigos y extraños, todos hablaban de lo buena pareja que hacemos.
Ya se habrá enterado tu rico pretendiente en busca del sueño americano, que te has casado conmigo, un humilde carpintero con vistas a emigrar a Barcelona para también conseguir sus sueños.

El fotógrafo mira por el ocular, se posiciona tras la cámara, entiende la importancia de la imagen que da cuerpo a una historia de amor.  Yo de pie, y tú sentada en este escabel pareces de menor estatura, pero así debe entender el maestro que vamos a quedar mejor en esa reveladora imagen que viajará por el tiempo. 
Él contempla el plano, visiona achicando el ojo izquierdo,  y vuelve a retirarse para entrar en el detalle panorámico.
La sala es alargada y estrecha, las paredes vetustas de un color rancio, recuerdan haber sido blancas,  y están cargadas de retratos de otros novios que como nosotros, han pasado por aquí  para hacerse la conveniente fotografía.

Te miro de reojo y tú no te mueves, el velo de tu cabeza sostenido por una diadema de cristal,  me hace cosquillas en la mejilla. Tus ojos marrones y achinados miran al frente, esperanzados en el futuro que nos espera. El ramo de flores, medianero entre los dos, añade más belleza a la tuya que es incomparable. Estoy seguro de que aquí no ha entrado una novia más guapa que la mía.

He pensado en lo que me dijiste sobre los cajones de la cómoda, creo que quedarán mejor los tiradores de latón envejecido, ya sólo nos queda ese detalle en ese piso que hemos hecho con tus manos y las mías, y que lo nuestro nos ha costado.
El traje me queda que ni pintado, vaya manitas que tienes, quien diría que lo han tocado manos.  De color negro, con pantalón pitillo, camisa blanca de seda y corbata estrecha.  A mí me sobran los guantes blancos, pero tú dijiste que era elegante y aquí los tengo bien cogiditos, en mi mano derecha, para salir bien en el retrato.

Cada vez que me sonríes y veo tus dientes resplandecer, me siento más afortunado,
ya eres mi mujer hasta que la muerte nos separe, como dijo el sacerdote convencido.

El hombre sigue concienzudo en plasmar este momento y me pide con esmero que mueva ligeramente mi cuerpo hacía ti.
De este gesto nace otra sonrisa en tus labios carnosos, escucho tu vestido sonar al roce de las telas, y al moverte el olor de tu perfume envuelve toda la estancia. Morena mía, soy feliz, perdóname si a veces me enfado en vano, tengo un carácter complicado, yo diría, un poco del mal genio. Pero tú sabes cómo devolver mis pies a la tierra cuando mi cabeza huye con aires de grandeza.
Que incline ligeramente la cara hacía ti, sin dejar de mirarlo, me dice el retratista, y eso hago mientras tú yergues la espalda, después del buen rato sentada sobre el taburete.
Y por fin el estallido de luz indica que pasaremos a la posteridad mientras que la imagen viva.  Nosotros hasta el final unidos, como ahora lo estamos, vida mía.



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