viernes, 12 de septiembre de 2014

Clic, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ.



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Era su última fotografía. De forma casi rutinaria, durante los últimos cuatro meses, Sara  se había pasado por la habitación de Ricardo, a diario, para hacerle una fotografía. Se lo había prometido. Pero a pesar de saber cual iba a ser el final, le costaba hacerse a la idea. Le había cogido cariño a aquel viejo que le hablaba con entusiasmo de viajes, de personajes pintorescos, de su ajetreada vida. Embargada por la emoción del momento, decidió hacerle una foto más, por si la anterior había salido movida, a fin de cuentas, no estaba acostumbrada a manejar aquel antiguo modelo, ni siquiera sabía como debía introducir el carrete en aquel armatoste hasta que Ricardo se lo explicó y le dio unas rápidas nociones de enfoque y encuadre. Ahora aquella Leica era suya. Así lo dejó escrito en su testamento.

► Desde que Ricardo ingresó en la residencia, las cosas habían ido de mal en peor. La pertinaz tos fue a más, hasta que un día decidió que tal vez fuese mejor dejar de fumar a escondidas. Esa furtiva bocanada de humo era su momento de libertad absoluta, de saltarse las rígidas reglas, los horarios, los reproches de algunas auxiliares por no someterse a sus órdenes. Tuvo que rendirse a la evidencia, se estaba muriendo. Meses antes ya sufrió una leve apoplejía y su mano izquierda perdió movilidad, pero mantuvo la necesaria para poder seguir manejando su cámara fotográfica. Siguió fiel a su plan, y cada mañana se retrataba junto a alguno de los internos. Ahora eran su familia, y merecían ocupar un lugar en su obra. Con suma paciencia, había dedicado los últimos tres meses, de lunes a domingo, a ordenar todas aquellas fotografías. Sabía que las fuerzas empezarían a flaquear y no podía permitirse perder más tiempo, ahora que estaba tan cerca de su objetivo.

► Fue duro hacerse a la idea de que tendría que abandonar su casa definitivamente. Esas escaleras lo estaban matando, ya apenas podía salir de casa, así que los Servicios Sociales tomaron cartas en el asunto, a falta de familiares que pudieran cuidar de él. Era el peaje que tenía que pagar por su falta de solvencia económica. Echaría de menos las vistas desde la terraza, los churros recién hechos que Paco siempre le ponía en la mesa cada vez que bajaba a desayunar. Toda su ropa cabía en una pequeña maleta, era un hombre acostumbrado a viajar con poco equipaje, pero lo que no esperaba el mozo que fue a recogerlo con la furgoneta era que tuviese que cargar con aquellas tres pesadas cajas, a saber qué demonios llevaría el viejo en ellas, pensaría. Antes de bajar por última vez la persiana, le pidió al chaval que le hiciera una última foto en el balcón, así cerraba 20 años de vivencias en aquel destartalado pero encantador rincón de Madrid.

► Cuando Amanda murió, Ricardo pensó que lo mejor sería irse con ella. No era solamente su amante, su compañera, era su soporte vital. Y ahora tendría que afrontar lo poco o mucho que le quedase de vida en soledad, y no se creía con suficientes fuerzas para hacerlo. Con el frasco de barbitúricos en la mano, las lágrimas rodaban por sus mejillas cayendo sobre la primera y la última de las fotografías que se hizo junto a ella. No, Amanda no querría que pusiera fin a sus días de esta manera, no sin antes poner en orden todo aquel material y poder mostrar al mundo algo todavía inédito, ningún artista gráfico había siquiera imaginado antes hacer algo así. Y no podía tirar por la borda tantos años de perseverancia. Dejó atrás los sollozos y cerró aquel álbum que guardaba tantos momentos alegres, tantos días compartidos con aquella mujer con la que un día se cruzó en la calle y a la que preguntó, desvergonzado, si podía hacerle una fotografía. Ya nunca más soltó su mano. Puso el tomo junto a los demás, más de trescientos, apretujados en cajas, y encendió un cigarrillo. Más tarde, tal vez, empezaría a seleccionar instantáneas.

► La sala de espera estaba atestada de mujeres con el pañuelo a la cabeza. Él no soltó su mano ni un solo instante, de hacerlo, se hubiese puesto a temblar como una hoja en una tormenta. La miró a la cara y vio serenidad en su rostro. ¿Cómo era posible afrontar de aquella manera, con tal entereza, la enfermedad “innombrable”?. Quiso captar dicho momento con su cámara, así que pidió a un enfermero que pasaba por allí que les hiciese una foto. “Pero si estoy horrenda”, le dijo Amanda, al mismo tiempo que se colocaba el flequillo y esbozaba una sonrisa cautivadora. Esa fue la última foto que se hicieron juntos. Tras salir de la sesión de quimioterapia, su sonrisa se borró definitivamente. Iba a ser duro, pero lo afrontarían juntos.

► Tras volver de Perú, a Ricardo le fue difícil encontrar trabajo, no digamos ya digno o bien pagado, simplemente un trabajo. A pesar de que era un hombre bien considerado y con un nombre en el mundillo de la prensa, ya nadie quería contar con un reportero gráfico al que le costaba desplazarse, renqueante. ¿Cómo aventurarse a mandarlo a una manifestación?. Y eso que él siempre se había distinguido por estar en primera línea, a veces no se sabía muy bien si cubriendo la noticia o siendo parte de ella, sus “autorretratos” en momentos y lugares clave en la historia reciente de muchos países eran ya legendarios, su seña de identidad. Pero eso ya era parte del pasado, tenía que adaptarse a las circunstancias, la madurez le daba aplomo para afrontar la vida, pero al mismo tiempo, tenía que asumir sus propias limitaciones. Si no fuese por sus colaboraciones esporádicas con revistas locales, fotografías asépticas y pie de foto escueto, sobrevivir habría sido mucho más complicado.



► El calor era asfixiante en aquel perdido hospital. Pronto lo trasladarían a Iquitos, y de allí, cuando los trámites del Consulado concluyesen, repatriado. Acababa de despertar, con Amanda pegada a su cama, como cada día, y le pidió que le fotografiase una vez más. La memoria se construía no solamente a base de momentos felices, también los varapalos contaban en la biografía. Como tantas veces en la vida, fue cuestión de mala suerte. Nadie podía imaginar que la serpiente se escapara por una brecha en el saco, ni mucho menos que pagara con él el trato que había sufrido por parte de los indígenas minutos antes, durante la celebración del ritual. Hubiese sido un gran reportaje de no terminar de aquella manera, con los colmillos del ofidio clavados en su tobillo derecho. El traslado al hospital se demoró demasiado, remontar el río en aquellas frágiles canoas no era fácil. Y menos mal que tenían el antídoto. Aún así, la gangrena se cebó con él, y tuvieron que cortarle el pié para atajar de raíz el problema.

► El estruendo fue ensordecedor. Miles de pequeños trozos de cristal y piedra saltaron por los aires cuando las bombas impactaron. Aquella mañana de septiembre no sólo cambio la historia de Chile, la democracia sufrió un duró golpe, y su onda expansiva se propagaría rauda por países vecinos. Y allí estaba Ricardo. Su imagen se hizo popular ya que salió en portada de muchos periódicos. Su foto captó el rictus de su cara justo en el momento en el que la explosión destrozó la fachada del Palacio de la Moneda. La incredulidad y el miedo tomaron cuerpo. Las sucesivas fotos de ese carrete salieron todas movidas. Ni siquiera alguien tan avezado en el oficio pudo soportar tal presión. Nada que ver con los tanques por las calles de Praga, acontecimiento del que también fue testigo cinco años antes. Allí donde se cometía una injusticia, donde la opresión tomaba el control, Ricardo estaba presente, y dispuesto a ponerlo en conocimiento del resto del mundo.

► Los cinco días que pasó en aquel cuchitril apestoso, en mitad del desierto, fueron los peores de su vida. Junto a otras cuatro personas, todos europeos, esperaba resignado a que se decidiera su destino. Dos miembros del FLN argelino, apenas unos jovenzuelos, les proporcionaban algo de agua, comida y tabaco, a la espera de que las negociaciones dieran fruto y los rehenes fuesen intercambiados por rebeldes capturados tras actos terroristas. Aún en estas circunstancias tan desalentadoras, Ricardo mantuvo la esperanza, y no dejó pasar la oportunidad de continuar con su idea fija. En su nefasto francés, consiguió convencer a uno de los chavales para que utilizara su cámara para hacerle una fotografía junto al periódico del día. Una prueba de vida, le dijo, por si la otra parte la solicitaba a la hora de negociar. Finalmente no fue necesario. De repente, una mañana, se encontraron solos, sus captores habían desaparecido. El levantamiento había ganado la partida, y en las semanas sucesivas, miles de “pieds noirs” abandonaron el país hacia un futuro incierto. Nunca más volvió a ver su cámara Polaroid pero, por fortuna, recuperó las fotografías de aquellos angustiosos días, olvidadas entre los diarios que cada día sostuvo entre sus manos mientras posaba con gesto grave.

► Su primer sueldo como reportero. Con la cámara colgando de su cuello, esperó en la redacción a que Matías terminara una crónica. Al poco, ambos se dirigieron en coche a su destino. Cuando llegaron al pantano de Alarcón, aquello parecía una verbena. Las “fuerzas vivas” de las localidades limítrofes se habían congregado allí para agasajar al Caudillo. Tanta música y tanto boato para un acto que, a la postre, fue más breve que un “padrenuestro”. Tras pasear a la Virgen local, el coche negro se acercó a la presa. Sobre un pedestal, la pequeña figura del dictador, vestido de militar, arengaba a los paisanos, que apenas escuchaban su voz, pero lo importante era que se difundiera el mensaje a través de las ondas de radio, medio que era  entonces el más adecuado para la propaganda. Cuando terminó, un rápido apretón de manos y pies en polvorosa a la capital. Por supuesto, la crónica de Matías no se ciñó a la realidad, al contrario, lo adornó de todo tipo de piropos hacia la egregia y benefactora figura del Generalísimo. Tal vez fue entonces cuando Ricardo aprendió que la realidad era algo maleable, que el enfoque podía adornar y matizar cualquier noticia. Pero no dejó pasar la oportunidad. Tras realizar distintas tomas, siguiendo las indicaciones de Matías, se subió a una peña cercana y preparó la cámara con el disparador. Otro retrato más para la colección. A fin de cuentas, no todos los días uno podía ser parte de la historia.

► Aunque la clientela era bastante exigua en aquella época, alguien tenía que hacerse cargo del negocio familiar. También fue mala pata la de su padre, que se hizo polvo la espalda tratando de ayudar a su vecino, que harto de buscarse la vida de mala manera, decidió venderlo todo y emigrar a América. Todavía se apreciaban las marcas de aquel armario en sus riñones. Así que, de un día para otro, tuvo que poner en práctica todo lo que había aprendido al lado de su progenitor. A fin de cuentas, desde que dejó los estudios, aparte de trabajos esporádicos aquí y allá, no había hecho otra cosa. Se sentía cómodo entre cubetas, revelador y fijador. En el cuarto oscuro depuró su técnica y aquellos autorretratos casi quemados de sus primeras pruebas fueron adquiriendo mejor definición y calidad bajo la luz inactínica.

► Al principio, Ricardo no encajó bien en aquella institución. El rezo diario, la férrea disciplina, los exigentes profesores, todo aquello chocaba frontalmente con lo que había sido su vida hasta entonces con sus padres. Su origen humilde tampoco le ayudó a integrarse, lo tildaban de “paleto” y siempre era objeto de bromas y novatadas. Logró reconducir la situación cuando comprendió que tenía un arma muy poderosa en sus manos. Aquella cámara le abrió las puertas a la camaradería el día en que uno de aquellos matones se la arrebató con intención de no devolverla. Lloró y suplicó de forma desconsolada, pues veía que ponía el riesgo no poder cumplir la promesa realizada a su padre, así que llegó a un trato con aquellos vándalos. Él tomaría fotos de todas sus barrabasadas, que luego revelaría para tenerlas de recuerdo y mofarse de sus víctimas. Entre broma y broma, se ganó la confianza del grupo, algunos de ellos llegarían a convertirse en amigos entrañables.

► El día que Ricardo tomó su maleta para ir a estudiar bachillerato, su padre le hizo prometer que no dejaría de hacerse la foto de rigor diaria. Para ello le regaló una de sus Leicas, un aparato que, para la época, disponía de una óptica excepcional, objetivos intercambiables, flash, autodisparador y trípode. Todo ello dentro de su estuche de cuero. Sin duda, un capricho que no estaba al alcance de la mayoría de los jóvenes de su edad. Tampoco tendría que preocuparse por el material fungible, su padre le aprovisionaría de los carretes que precisara, y cada vez que volviese al pueblo, por vacaciones o algún fin de semana, revelaría las instantáneas tomadas. Esta promesa forjó en él lo que con el tiempo se convertiría en su “leitmotiv” para el resto de su vida, un compromiso que estaría dispuesto a cumplir a toda costa.

► Cada tarde se repetía el mismo ritual. Ricardo esperaba a que el estudio estuviera vacío, no se podía importunar al cliente ni interrumpir el negocio. Para él era como un juego. Don Nicolás  le vestía, más bien le disfrazaba, de variopintos personajes, y el niño posaba ante la cámara haciendo todo tipo de gestos y muecas, que sacaban una sonrisa en el adusto semblante de su padre. Su madre, mientras tanto, miraba con cierto recelo esta complicidad, este encabezonamiento paternal rayano al absurdo. ¿En qué cabeza cabría semejante tontería?. Un retrato diario, una instante en la vida de una persona, todos y cada uno de los días de su vida. Doña Rosario no sabía cuan profundo aquella idea calaría en su hijo y como determinaría todas y cada una de sus decisiones futuras.

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Nada más nacer, Don Nicolás retrató a su primer retoño junto a la matrona que lo asistió en el parto. Allí, con el telón de fondo pintado con motivos campestres, Ricardo recibió su bautismo ante la cámara. Como propietario del primer negocio que se estableció en su localidad especializado en material fotográfico, su padre pensó que podría aprovechar los carretes que quedaban a medio usar al finalizar la jornada, de forma que realizaría una fotografía diaria a su hijo, creando un álbum que luego podría enseñar a los abuelos paternos del infante. Como emigrante, sabía lo dura y sacrificada que era la vida tanto para el que tenía que desplazarse, buscando prosperar, como para los que se quedaban añorándolo. “La vida instantánea”, llamó al primer álbum, y sin ser consciente de ello, marcó para siempre el futuro de su hijo.



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