miércoles, 14 de mayo de 2014

Elementos, por ANGEL PÉREZ URETA



—¿Nunca os habéis preguntado por qué de vez en cuando sentís como que vuestro corazón arde cual la más intensa de las hogueras, que vuestro pensamiento fluye como el agua en calma, que vuestra convicción es férrea como la tierra, o que vuestro ánimo se alza como el viento huracanado? Eso, descreídos, es porque no sabéis nada acerca del misterioso secreto de los Cuatro Elementos.
Esa era la letanía que una y otra vez repetía aquel cansado y doblado viejo como los juncos al viento cada vez que alguien se acercaba a su mísero cartel que rezaba con letra tan torcida como su espalda: “Maestro de Secretos revela arcano del Universo a cambio de comida”. Cuentan que alguno de los incautos que decidió quedarse cerca de su verborrea incesante pudo descubrir un lejano brillo en su mirada cuando el vagabundo hablaba de los tiempos anteriores a la Oscuridad, antes de que unos pocos apresaran la palabra y los Cuatro fueran ocultados al mundo en nombre de la sagrada fe.
Según decía mientras movía sus manos con fuertes aspavientos, como gritando a un enemigo invisible que sólo él veía en la puerta de aquella vetusta iglesia, la Verdad revelada de fe, había robado con alevosía las otras Verdades sobre el mundo. El anciano contaba a todo aquél que le quisiera escuchar, que cuando era un niño en su aldea en el Norte, el Hombre-Cuento del lugar les enseñó a honrar a los Cuatro Elementos, pues «gracias a ellos es que existimos y vivimos esta vida, que no somos almas presas en este valle de lágrimas, no somos hijos de la pena sino del amor». Según relataba a los niños del pueblo, en el principio de los tiempos, desde las cuatro esquinas del Universo, surgieron cuatro seres: Fuego era un torrente rojizo, abrasador, que hacía que todo se pusiera en movimiento a su paso, pero que si permanecía demasiado cerca de algo, lo consumía hasta tornarlo cenizas. Agua era un dulce y errático ser que no lograba encontrar sitio donde contenerse y fluía en el vacío de un sitio a otro. Tierra era un lecho inmóvil y yermo, deseoso de crecer y florecer, y Viento era un aullido perdido en el tiempo y el espacio. Estos cuatro seres estaban rotos y perdidos, y cada uno, por distintos motivos, fue acercando su vagabundear hasta los otros, como si el Destino así lo hubiera querido; así, Fuego conoció a Tierra y la sedujo de tal forma que ella ardió por los cuatro costados, y su resquebrajado ser se incendió y abrió, dejando por siempre dentro de su corazón a Fuego, haciendo de su latir uno sólo. Agua, al ver a la humeante y herida Tierra, se vertió sobre ella para calmar las heridas que la pasión con Fuego le había provocado. Fue tan curativa la presencia de Agua que, gracias a ella, floreció una nueva piel en Tierra llena de verdor y color; de las profundidades de Agua, pequeños seres empezaron a tomar forma de esa mágica amalgama que se había creado por el crisol de los elementos más suplicantes. Parecían gemir y necesitar algo más, su llanto llegó hasta Viento, que era el único capaz de escuchar y trasmitir las voces, y al sentirlo, la creación estuvo completa y tomó su primer aliento de vida.
En la aldea del anciano mendigo, era tradición honrar a los Cuatro Elementos, respirar a padre Viento, saciar la sed con madre Agua, cultivar a madre Tierra y calentarse con padre Fuego. Todo giraba en torno a ellos. Cuando un nuevo niño nacía en la aldea, se encendía un gran fuego en su honor, se le daba su primer baño para que madre Agua lo conociera, se le dejaba secar con la caricia del Viento, y se le posaba en un lecho terroso para que sintiera el abrazo de madre Tierra.
La cansada voz del anciano se casca al recordar esos tiempos ingenuos, antes de que el Progreso viniera montado en odio y acero para borrar del mapa la existencia de su aldea. Ahora es el último de los Hombres-cuento, el último sabio que queda para contar la historia secreta que hay más allá de la venda que todos portan. Nota que sus fuerzas llegan a su fin y la congoja se apodera de su corazón, pues ni tan siquiera recibirá el último adiós de los suyos, y cuando su voz calle, nadie recordará a los Cuatro Elementos.
—¿Podrías contarla otra vez, por favor?
Consternado, el anciano observó que una niña con ojos color tierra se había quedado a su lado, cuando el resto le habían abandonado en su diatriba hacía tiempo, sepultando sus mentiras con el tañer de las campanas.
—Yo también quiero oírla. —En esta ocasión le habló un joven de encendido cabello pelirrojo como el Fuego.
Otra joven con un vestido azul se sentó sin decir nada, mientras que un joven de aspecto desaliñado se quedaba colgado de un alfeizar como un halcón, en tanto el viento movía sus ropajes.
Una sonrisa aflora mientras el viejo vuelve a entonar la balada sobre los Cuatro Elementos: al acabar, las sinceras sonrisas de los niños y su abrazo lo envuelven.
Poco más que consternación hay sobre el misterio de la puerta de la iglesia. Según cuentan los testigos, el mismísimo Dios, o el Diablo, vino a encargarse de ese loco vagabundo. Unos dicen que su cuerpo ardió de pronto como una tea cubierta de brea; otros que la tierra se abrió y lo enterró; otros, que una bandada de pájaros bajó del cielo y lo devoró, e incluso hay quien afirma que el vagabundo se transformó en un haz de lluvia y se alejó de la ciudad, corriendo como un río hasta que llegó al Mar. Pese a lo insólito de estas declaraciones, todos coinciden en una cosa: la gran sonrisa de paz que el rostro del vagabundo tenía antes de dejarse llevar.




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