martes, 15 de abril de 2014

Cuatro microrrelatos, por ANGEL OLGOSO

EL  PROYECTO


El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor, rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro  y sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo día y comenzaría de nuevo.


EL  TEATRO  DE  LA  ETERNIDAD 



El toro escapó entre los remolques que formaban plaza y me empitonó mortalmente. En el Más Allá fui cacheado con póstumo desprecio y mis efectos personales inventariados. Demasiadas emociones, pensé, para un agnóstico. Las almas andábamos muy juntas, de aquí para allá como los gansos. Yo, entretanto, recitaba con piadosa alegría -no sé por qué- todos los versos de El Piyayo y echaba de menos el fresco aroma de las acequias, las gavillas doradas de cereal en los campos y, sobre todo, a mi novia. Llegados al punto donde se levantaba el Teatro de la Eternidad, me uní a la cola de espíritus en agraz. Una relamida expendedora de tickets, con visera y mangas de celuloide, me tendió la entrada. Lustré las punteras de los zapatos contra mi pantalón y pasé al interior. La megafonía voceaba los viejos discursos de Winston Churchill, poniendo a prueba la resonancia de aquel inmenso lugar. Mientras seguía al acomodador, me fijaba en el paisanaje, en la desconchada bóveda azul con estrellas de purpurina, los muros pintados con faux mármol, el suelo de espinapez. Como no parecíamos llegar nunca a mi asiento, golpeé suavemente el hombro del acomodador (del dobladillo de su chaqueta roja sobresalía el marbete de ésta: Hilaturas de Fabra y Coats), interesándome por una posición más cercana al escenario. El acomodador me miró con afectado disgusto y se dignó explicarme que los mejores asientos del patio de butacas, y los mejores palcos, siempre se reservaban para las religiones homologadas, las cuales disfrutaban, además, de abonos preferentes y tarifas especiales para grupos. Después, me acompañó hasta el gallinero.

EL  EMISARIO



Lo detuvieron, por alboroto público, cuando hacía levitar sobre su mano el fruto de un granado en plena calle. Se llamaba a sí mismo “asistente del Creador”. El interrogatorio parecía más bien un monólogo carente de sentido. “Cada semilla de esta granada -decía- es un universo que se compone a su vez de miríadas de mundos. He venido a permitiros un atisbo del infinito, sin su beneplácito desde luego, porque Él desprecia mi devoción por vosotros, seres lastimosos, espíritus elementales pero capaces de amar y odiar, de crear y recibir con indiferencia la luz que cae sobre la tierra como lingotes de oro.” El comisario, dando largas chupadas al cigarrillo, lo miraba con descreimiento: “¿De qué habla este tipo?” “Del lugar donde se descifran las dimensiones, lo inconcebible, lo que hasta ahora estaba más allá de vuestro alcance, donde todo se subsume, el centro del supremo engranaje.” Anochecía. Alguien encendió una lámpara y su luz cayó sobre la granada rojiza, madura. Apenas unos días más y se pudriría sin remedio. “Le expliqué a Él, en vano, durante interminables eones, que no todos los hombres desean permanecer en el vacío, en el caos, achicando agua desesperadamente de una barca agujereada en mitad del océano, lejos de la felicidad que depara un conocimiento inefable y absoluto.” Irritado, el comisario hundió su puño en el rostro del detenido: “¡Déjese de tonterías! Sargento, prepare una jarra de café cargado. La noche va a ser muy larga.” La víctima, con su pronta sonrisa paralizada, se limpió la sangre sobre el labio, recogió la granada del suelo y la contempló con una expresión de dolorosa benevolencia. Sus ojos podrían ser ahora los ojos remotos y serenos del emisario de un dios. Después la frotó contra su manga para lustrarla aún más y, sin previo aviso, la mordió. Un mordisco enorme, definitivo, que excede nuestra comprensión.


 EL  ÁNGEL



Dispuesto a ahorcarme, até unas tiras de sábana a los barrotes y anudé el otro extremo en torno a mi cuello de convicto reincidente. “No servirá de nada”, dijo una voz. Había decidido acabar con todo, soledad, goteo del tiempo, celdas de castigo, vueltas ciegas al patio, relectura de cada libro de la biblioteca de la cárcel. “Le digo que no servirá de nada”, resopló el ángel, “aún no ha llegado la hora de recoger el conjunto de tus ruinas.” Su aspecto reglamentario, como bañado en talco, la autoridad de aquel fanal luminoso en mitad de la noche, sugerían que podía no ser parte de mi instante de locura. Lo dejé hablar. En un tono de superioridad amistosa, me instruyó en el bien y el mal, aclaró que no esperaba recompensa alguna por todos sus desvelos para conmigo y me reveló, incluso, la jerarquía de la Organización (nueve órdenes de tres tríadas cada una: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles). Lo que me persuadió finalmente de no consumar el suicidio no fue, sin embargo, su familiaridad con mis intimidades, con mi vida de crimen y desórdenes, sino la visión de sus alas un poco maltrechas, desflecadas, y en su cuerpo las cicatrices de antiguas luchas.


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