viernes, 14 de marzo de 2014

Campo de amapolas, por INMACULADA GIMÉNEZ GAMERO

                                                 CAMPO DE AMAPOLAS





Era su paisaje perfecto, donde corría de niño con su hermana Berta,  un campo de amapolas, como una gran alfombra de pelo largo meciéndose dulcemente por las caricias del viento. Un baño rojo de flores efímeras que le producía una acción sedante, de calma y de placer.
Se sentó sobre la loma para visualizarlo desde aquella distancia privilegiada. Allí era feliz, se olvidaba por unos días del ruido de la ciudad, de las largas conferencias y de las llamadas de su ex mujer demandándole que interfiriera sobre conductas de su hijo adolescente.
La casa era una masía de piedra de gruesas paredes, suelos de madera y chimenea de leña, frente a la se sentaba en los duros inviernos ante el crepitar del fuego.
La tarde iba añadiendo sus tonos violetas, coleteando ya el final del día y Arturo seguía expectante de aquella armonía.
En el horizonte le pareció divisar una mancha oscura, todavía lejana, apareciendo y desapareciendo intermitentemente.     Pensó que era un pájaro.
Pero la mancha fue acercándose y muy lentamente fue tomando forma. No dejó de examinarla hasta comprobar que se movía y que cada vez tomaba un perfil más definido.
Seguía atento sin perder detalle y cada vez tomaba más conciencia de que podía tratarse de un objeto volante no identificado.
Arturo no creía en ovnis, ni en marcianos, pero aquel objeto cada vez más cercano, era sorprendente. Cuando dejó de dar vueltas para situarse sobre el campo de amapolas, pudo comprobar que su forma era triangular, como una enorme ala delta de color  negro brillante y con luces potentes en cada vértice. De cada ángulo salieron unos trípodes que con suma precisión y a modo de patas tomaron contacto con la tierra.
Aquello no podía estar pasando.  Atónito y confuso, no hallaba la respuesta de lo que estaba contemplando.
Echó de menos el teléfono del que había decidido prescindir durante esos días, para poder grabar algo que difícilmente alguien creería.
Unos minutos después unas compuertas cilíndricas salieron de la base de la nave, a modo de ascensor, portando unos seres extrañísimos en el interior.
Arturo decidió correr para la casa, ya que aquello que al principio resultaba  sorprendente, se había convertido en aterrador.
Entró corriendo, dejando tras de sí las zapatillas y se tiró al suelo para llegar a rastras hasta la ventana. Asomó los ojos por el cristal y continuó estupefacto, acreditando que eran tres seres los que habían salido de la nave.
Eran delgados y parecían muy altos, embutidos en una especie de malla gris que les envolvía el cuerpo a excepción de la cabeza. No tenían pelo, y sus ojos parecían  enormes gafas con forma ovalada. Tampoco llevaban zapatos, y en la espalda portaban una especie de mochila cuadrada y de color oscuro, con botones de luz parpadeante.
Se diría que mantenían una conversación por el corrillo que habían formado entre los tres.
La nave quieta, las espigas de trigo altivas,  las flores silvestres desmayadas, cediendo al paso del día, el cielo burbujeante de estrellas, todo en silencio, suspendido.
Arturo seguía acobardado tras los vidrios, pero dispuesto a no perderse lo que pudiese suceder.  Incapaz de moverse,  pensó en llamar por teléfono y contarle a alguien el sorprendente espectáculo que tenía lugar frente a la casa de sus padres, en el campo de amapolas por donde correteaba de niño. Desestimó la idea,    al fin al cabo siempre había sido un bromista, nadie lo iba a creer. Cómo explicar convincentemente aquello que estaba ocurriendo, cuando ni él podía creerlo.
Siguió atento y pegado a la ventana, curioso y atónito ante el prodigioso espectáculo.
Aquellos extraterrestres se cogieron de la mano, acercaron sus cabezas el uno al otro, y del espacio que crearon entre sí, se formó una bola luminosa.
Separaron sus cuerpos y esa pompa de luz se elevó, tomando la dirección de la casa y dirigiéndose hasta ella, para después penetrar por la pared, y filtrarse en el interior.
Arturo se escondió tras el sofá, por un momento creyó estar dormido, sucumbiendo en un sueño fantástico, una recreación de alguna película de ciencia ficción que hubiera quedado en su subconsciente. 
Era demasiado ilusorio y artificioso para que fuese cierto. Cerró los ojos durante unos minutos indeterminados y angustiado por lo que pudiese suceder, dejó su suerte en manos del destino. 

Cuando abrió los ojos,  todo estaba en calma, no quedaba ni rastro de la burbuja de luz y todo guardaba un perfecto orden. Se asomó por la ventana y como por arte de magia, la nave y sus tripulantes habían desaparecido.
Estuvo varios días desorientado, prisionero en un estado gaseoso difícil de calibrar.   
Continuó con su vida normal, pero nunca se atrevió a contar tamaña experiencia. Nadie podría creer lo que ocurrió aquella tarde de primavera.

Habiendo pasado un año desde el acontecimiento, Arturo reparó en el hecho que desde el avistamiento fantástico no había vuelto a sentir aquellos fuertes dolores de cabeza, que le ocasionaban tanto malestar y provocaban que tuviese que atiborrarse de medicamentos.
Podría ser circunstancial y no guardar ninguna relación, pero él se hizo la pregunta referida. ¿Sería posible que la nave en cuestión, junto con los extraños hombres y la bola de luz, tuviera que ver con su buena salud?...

Cinco años después, Arturo seguía sin padecer ningún malestar ni dolencia, cada día se miraba al espejo y comprobaba que ni un ápice de cansancio asomaba por su cara.
-¡Por ti no pasan los años!-.  Le decían.
El paso del tiempo no hacía mella en su salud, ni en su físico, parecía que hubiera pactado con el diablo. Hasta su propio hijo le decía con determinación.  – ¡Lo tuyo no es muy normal, llegará un día en que serás más joven que yo! -.
Sus amigos y conocidos no entendían cómo Arturo se mantenía en tan buena forma, sus familiares lo asociaban a la genética. 
-Acuérdate de tía Dorita, murió con cien años, y sin una arruga-. Le había apuntado alguna vez su hermana.  Y seguían pasado los años.
Hubo quienes pensaron que habría pasado por el quirófano,  recurrido al lifting, o a ungüentos procedentes de países exóticos.
De todo se habló, pero la verdad era que Arturo llevaba más de veinte años sin un solo malestar y sin tomarse una sola aspirina.
Ya pasaba de los sesenta pero no aparentaba más de cuarenta, su hijo y él parecían amigos de la misma edad.
Él seguía visitando su casa de las afueras y siempre que iba pensaba en la probabilidad de volver a revivir aquella experiencia paranormal, pero ya no le daba ningún miedo, sabía que aquellos marcianos, o lo que quiera que fuesen, no le iban a hacer ningún daño.
Permanecía horas sobre la colina contemplando su paisaje, leyendo, o escribiendo.  La calma de la naturaleza, esa sensación de que las cosas quedaban pasmadas en el tiempo, la inexistencia de ruidos, de tecnología, de mal humor y de cosas superficiales,  lo sumían en la paz que necesitaba.
Sólo Lulú le hacía compañía, una gata de angora gris que se sentaba en la mesa del ordenador y que parecía disfrutar con la pulsación repetitiva del teclado.  Allí se encontraba consigo mismo y conseguía el equilibrio para volver nuevamente a enfrentarse a la civilización.
Uno de esos días, mientras divisaba la puesta de sol,  volvió a vislumbrar aquella mancha lejana.  Paulatinamente aquel objeto fue tomando forma hasta comprobar que efectivamente era la misma nave de hacía más veinte años.  Arturo no se inmutó, continuó en su cómoda silla. La nave aterrizó en el campo de amapolas, como lo hizo tanto tiempo atrás. Sus tripulantes bajaron de igual forma y se dirigieron hacia Arturo.  Cuando llegaron hasta él, éstos le pidieron que los acompañara y Arturo con la templanza de hacer lo que le dictaba una voz interior, se dirigió hasta el ovni.  Fue escoltado por los tres alienígenas,  subió a la nave, y desapareció en el espacio.
Desde entonces no se volvió a saber de él, nadie pudo entender jamás que había pasado.  Hubo conjeturas de todas clases, pero lo cierto es que Arturo fue abducido por seres de otro planeta, para investigar a la raza humana.


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