— Señora: ¿es éste el pueblo en
el que apodan a toda la gente?
— No señor: ¡está usted confundido!
— Gracias, señora.
— No hay de qué, señor “preguntillas”
En
Esta costumbre, de apodar, era tan
antigua como la misma historia del pueblo, y en muchos casos se transmitía de
abuelos a padres, de padres a hijos, y así sucesivamente durante varias
generaciones impidiendo que dichos sobrenombres se olvidaran.
Generalmente los motes hacían
referencia a:
-
Características físicas peculiares: Delia “
-
Comportamientos curiosos: Juanita “
-
Oficios que se desempeñaban: Pedro “El
Badajo” (porque era el campanero); Menchu “
-
Otros de difícil clasificación: Angelita “
En
cualquier caso, el mote siempre era impuesto con mayor o menor fortuna y era
frecuente que el último en enterarse de su "alias" fuera uno mismo.
Tan asumido estaba que, en muchos casos, llegaba a sustituir al nombre
original, dándose la circunstancia de qué, en ocasiones, se desconocía la
identidad personal, ya que el apodo siempre sustituía al primer apellido.
Como no podía ser menos el abuelo
Julián también tenía su apodo, aunque nunca me había detenido a pensar en su
procedencia:
— ¿Por qué te llaman "Guindilla"?
-le pregunté con viveza, cogiéndole algo desprevenido.
—
Se lo pusieron a mi padre -respondió, mientras se reía-... Porque decía siempre
lo que pensaba en voz alta y, eso, a muchos les molestaba y les “picaba",
¿entiendes?...
— ¿Y no te molesta que te lo llamen?
— ¡Que va, hijo! -me dijo con tono orgulloso-.
Las palabras no pueden herir..., sólo, algunas veces, son las personas quienes
lo hacen.
— ¿Y a tu amigo, "El Quemao”, ¿por qué le
llaman así? -me interesé.
— ¿Al Genaro? -volvió a reírse con más ganas-…
Pues porque se quedó dormido en la cama con el cigarrillo encendido en la boca
y casi arde como una tea.
Así,
entre risas y anécdotas, como si fuéramos un par de amigos, estuvimos durante
un buen rato repasando todos los motes del pueblo, y me enteré, por ejemplo,
que al padre de mi amigo Agapito le apodaban "El Piconero", porque
desde siempre habían vendido carbón; al primo Pío "El Sobrao", porque
siempre presumía saber más que los demás; a Jacinto, que llevaba fama de tímido,
“El Encuerao”, porque salió desnudo a la calle para ganar una apuesta; a Luis,
el guarda, “El Esterminio”, porque su madre se llamaba Ester y su padre Herminio);
a Plácido, el alguacil, “El Gordo”, porque de tan flaco que era parecía ir de
perfil; a nuestro vecino, Benito, "El Sentao", porque cuando uno iba
a su casa, él se tiraba todo el tiempo sentado, sin ofrecerle asiento aunque se
estuvieran horas hablando; a Cándido, el caminero, “El Tío Barrunta”, porque era
muy dado a comunicar lo que presentía o lo que barruntaba; a Severino, el
electricista,“ El Revive”, porque al nacer le costó tanto arrancar a llorar,
que la matrona, según le daba azotes en el culo, le iba diciendo: revive,
revive…, y al difunto Ezequiel “El Tío Tres”, porque se había casado tres
veces.
Cualquiera del pueblo administraba el
sacramento del bautismo con una mordaz desconsideración y, por no librarse, no
se libraba ni tan siquiera D. Santiago, el cura, de figura alta y delgada, que
le llamaban "El Villalta" (un torero de la época), porque, según
decían, en las misas de gran solemnidad se le advertían poses y maneras más
propias de un matador.
Pero de todos los apodos, a mí, el
que más gracia me hacía por su ingenio era el que le pusieron a D. Eloy, el director
de la sucursal del Banco Hispanoamericano, de Salas de los Infantes, que estaba
casado con Lidia, la hija del "Oportuno" (porque siempre llegaba
cuando no se le necesitaba). Un día que llegó al pueblo impecablemente trajeado
-como siempre-, mientras alternaba en el bar del "Chispo" con la
gente del pueblo, se le acercó Miguelón "El Moteas" (porque se
dedicaba a poner motes):
—
¿Ya sabe, D. Eloy, que es costumbre poner mote en el pueblo a todo el mundo?
-le observó
— Pues conmigo lo vais a tener mal -dijo muy
seguro-: soy un señor y vengo prevenido.
Pasado un rato, Miguelón, después de
consultar su reloj y apurar de un trago el vino que le quedaba en el vaso, hizo
un gesto fugaz de despedida a todos y, desde la puerta, antes de salir, se
dirigió al banquero y de forma capciosa le dijo:
— ¡Hasta mañana, señor "Prevenido"!
Y es que los motes no entienden de
clases…
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