sábado, 5 de agosto de 2023

EL ESPECTRO, Gerardo Vázquez Cepeda

 



El sol se alza entre los olivos y luego coge fuerza, se comprime y aumenta su fulgor. Lo contemplo desde mi coche, castigando la superficie lacerada de la llanura. En verano, el cielo se quema en la línea que dibuja el horizonte. Con el cielo en llamas, que parece aplastar la tierra como un martillo, las hierbas se secan y los ríos se agostan. Sin embargo, dentro del coche el climatizador crea un ambiente relajado, de siesta de verano bajo la sombra de una higuera. Y pensar que bajo este mismo cielo mi abuela enjuagó la mayor parte de su vida. Su infancia se la robó el campo y la marchitó el sol. Esos primeros años fueron como el rasguño que apenas sangra y desaparece de la piel sin dejar cicatriz. Luego la zarpa del odio le abrió gruesas heridas, que nunca sanaron: siempre suspiraba por su padre muerto.

Todo comenzó al acabar la guerra. Cesó el fuego de mortero y el rugido de los aviones cayendo en picado, pero la sangre siguió borboteando. Acusaciones anónimas que condenaron a muchos, inocentes o no. Entre ellos su padre. Mi abuela hacía el camino paso a paso entre las lindes que serpenteaban, con la música de las chicharras, hasta la cárcel donde a pesar de los ruegos no le permitían hablar con él. Mi bisabuelo fue quebrantado por una bala. Como causa de muerte la burocracia, con su espantosa rúbrica, decretó fallo cardíaco.

Con el paso de los meses, los remordimientos acabaron por asaltar el alma de la persona que lo había delatado. Aquel hombre quiso vengar una antigua afrenta, cuando en mitad de una discusión recibió de mi bisabuelo un puñetazo que desmoronó su hombría. Y aprovechando que permanecían abiertos los postigos del odio, condujo a mi bisabuelo a la tapia del cementerio. A una fosa común de la que solo sería removido cuarenta años después, cuando el osario sobre el que crecía la cardencha fue adecentado y se colocó una placa. ¿Acudió el denunciante a dejar unas flores y limpiar su conciencia? No pudo, porque hacía mucho que había muerto. 

Fue una noche de niebla, en una alquería moldeada con barro en pleno monte. De esa alquería, hoy, apenas se yergue una ruina de adobe. Allí se apareció mi bisabuelo regresando de entre los muertos. Dicen que tocó con los nudillos en la ventana y llamó a su delator con un aullido. El hombre, asustado, salió a la noche, pero no vio nada. Se dejó caer en el poyo y se puso a liar un cigarrillo para calmar los nervios. Entonces el espectro se sentó a su lado. Cruzó las piernas  y se puso a liar con él. Parece que lo hizo como tenía por costumbre en vida —alguien vio después los restos de dos pitillos a medias de consumir, entre el polvo—, con poco tabaco. Se lo acomodó en el margen de los labios y se giró hacia el delator, que le reconoció y contempló con horror la cuenca de sus ojos vacía de mucosa, con gusanos blancos culebreando. Mi bisabuelo le tocó en el hombro, haciendo un gesto para que le acercara la mecha. Sintió un frío intenso, la presión de un cepo en la garganta que le atenazaba y el cosquilleo de los gusanos en sus oídos, bajo los párpados, dentro de la nariz, royendo la carne. Quiso gritar la fórmula que las viejas decían alejaba a los aparecidos: “¡por Dios, te pido que me digas a qué vienes y qué quieres!”. Pero no pudo.

Al amanecer la niebla se deshizo. El delator seguía sentado en el poyo, vivo pero estático. Al poco pestañeó, abriendo el párpado derecho y ese ojo quedó velado hasta que lo llevaron de vuelta al pueblo, donde el médico diagnosticó una apoplejía que derivó en muerte.

El espectro de mi bisabuelo no volvió a pasearse por el mundo de los vivos y de su funesta visita la gente tan solo hacía conjeturas.

Recuerdo esta historia mientras contemplo a los lados de la autovía, como huesos calcinados por el sol, las casas de quintería de las que no quedan más que los muñones.  Hubo un tiempo en el que las tapias eran de barro y se enlucían con cal. Junto al blanco mantecoso que disfrazaba las paredes crecían higueras en los patios y se uncían los animales en las cuadras. Entorno los ojos y me parece ver a mi abuela vestida de luto durante la siega, con la abultada barriga que contiene a mi madre o mi tía. Le rozan las espigas doradas que cercena manejando la hoz, retuerce y amontona y así va mordiendo poco a poco la superficie amarilla del trigal, que se extiende como un océano insalvable. Imagino la tierra seca, el cielo de fuego y a ella caminando entre el polvo para ver a su padre, si la autoridad se lo permite, por última vez.

 

          

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