domingo, 29 de mayo de 2022

NÁUFRAGOS, por Tomás Sánchez Rubio.

 

                                                                                 

Esta mañana al levantarme he vuelto a acordarme de ti; también he recordado a mi padre, a mi querido padre. Ambos os parecíais realmente: los dos erais altos, con el pelo ondulado, callados y de mirada triste. Los únicos hombres de mi vida.

            Mi padre había salvado a una mujer ─como yo a ti─, huérfana tras haber perdido a toda su familia en un naufragio. Ella, maltrecha, había sido arrastrada hasta las orillas de la pequeña playa al pie del acantilado. Él la vio y la acogió en su casa y en sus brazos. Escasas veces mi padre rememoraba esa época; sin embargo, a pesar de ser hombre de pocas palabras, se adivinaba en su leve sonrisa, así como en el ligero brillo de sus ojos, que ambos habían conocido días felices.

            La desconocida acabó marchándose; no obstante, antes de caer en la apatía de  contemplar todos los días el mismo horizonte incierto de un azul que le hería los ojos, le dejó a mi padre un regalo: una niña de mirada profunda como sima.

            Aquella niña creció. Su única compañía era su querido padre, maestro de números y primeras letras, del lenguaje de los vientos y las estrellas; maestro también del que acabó siendo también su oficio. Cuando él murió, ella heredó el faro, el catalejo y un diario lleno de anotaciones de trazo firme. Antes de irse de este mundo arrebatado por una mala pulmonía aquella húmeda noche de septiembre, mi padre también me previno sobre los náufragos que llegaban a la costa por haber encallado sus barcos en las rocas.

            De nada sirvieron sus sutiles advertencias. Llegaste a mí tú como un náufrago. Te salvé la vida cuando vi tu cuerpo deshilachado en la orilla y limpié con mis labios la sal que impregnaba los tuyos. Día y noche te cuidé y te amé. También decías que me amabas y que, como yo, no tenías a nadie más en el mundo.

            Sin embargo, te fuiste antes del amanecer un día de abril en que la brisa mecía a las gaviotas en su vuelo.

            Ahora tiraré al mar esta carta; no en una botella de vidrio verde casi opaco como las lágrimas salobres de una estatua de bronce, sino atada con aquel pañuelo rojo con que me viste por primera vez al recobrar la consciencia y abrir los ojos en mi playa. Él te contará la historia de una sirena varada que dejó de serlo gracias a aquel dulce amor que un día, tal como lo había traído, se había vuelto a llevar el mar.

1 comentario:

  1. Querido Tomás, Onofre y yo hemos leido este relato tuyo, nos agrado mucho. También nos resultó algo nostálgico, con bellas frases y muy romántico
    Un abrazo!!

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