miércoles, 30 de marzo de 2022

MATAR LA RISA, por Pepe Velasco Romero.

 


“Malditas las guerras… y malditos quienes las siembran”.

 

A Nanuka los disparos le llegaron lejanos, al reverberar en las vecinas montañas del pequeño pueblo donde había ido a parar aquella vez, adonde había ido a sentar sus reales su tropa, en su persistente afán por buscarse el sustento diario. Miró la patata de su nariz repintada en la punta y sintió como el color adosado a sus ojos se corría y se formaban regueros leves. Luego miró al público y vio la multitud de anónimas caras, que sonreían ahora, y que esperaban de ella que les arrancara unas carcajadas futuras con las que poder evadirse de su hastiado destino en aquel villorrio perdido de la mano de Dios. Y en cierta medida, para espantar la hecatombe que se cernía sobre ellos, o como queriendo transformar la realidad que ellos no habían contribuido a crear.

Intentó retener y controlar sus lágrimas, pero se rebelaron a su deseo, como si quisieran despegarse de ella y cumplir el cometido de expresar sus sentimientos en contra de su compostura fingida. Comenzó a andar sobre la pista de tierra apisonada por multitud de pies que actuaron allí antes que ella con mayor o menor éxito, como impelida por un deseo imperioso de moverse, y tropezó con una silla medio plegada que se interpuso en su camino. El tópico y manido tropiezo y la sorpresa de ella provocaron la hilaridad del publico, lo que de forma paradójica contribuyó a aumentar sus lágrimas.

Las lágrimas nublaron sus ojos, lo que causó nuevos encontronazos y tropiezos. El público reía como jamás lo había hecho allí. La risa provocaba grandes estertores en alguno de ellos, otros la exageraban y hacían grandes aspavientos, contorsiones y gestos que rondaban lo absurdo; incluso simulaban pedir aire para insuflar a sus pulmones. Los más reían y reían... Nanuka, atribulada y confusa, con los ojos nublados por un tenue velo acuoso, no hallaba la forma de abandonar el maremagno de objetos y personas en que se había convertido de imprevisto aquel sencillo escenario de tierra apisonada. Ni por un momento recordó, atribulada como estaba, que estaban puestos a propósito para que ella al tropezar provocara la hilaridad del público. Pero ella no estaba allí, su mente de chiquilla, despierta y vivaracha, había volado hasta donde se produjo aquella escena; de la que ella solo había escuchado reverbera los estampidos...

Acarició el cuerpo sin vida de Pope, su compañero de escena; aún con el calzón a media pierna, su chaqueta a cuadros imposibles y sus zapatos torcidos en una posición extraña sobre sus piernas. Luego vio su rostro al que el artificial remarque de maquillaje sobre su boca y sus ojos daban a su semblante un rictus como de tomarse a broma aquella circunstancia suya. Las dos enormes manchas rojas resaltando sobre el rojo sucio de los cuadros alternados con azul y verde se deslizaban con un hilillo ralentizado y reseco hasta alcanzar la barriga del payaso, que se adivinaba fofa y sucia de tierra. Luego, después de un gran esfuerzo, dirigió sus pasos a la figura que yacía tendida unos metros más adelante. Estaba boca arriba, con un rictus como de sorpresa y asombro infinito por no saber descifrar la sinrazón que le había llevado a aquello.

—¡¡Sebastián!! ¡¡Sebastián!! ¿Qué te han hecho?

Los gritos desgarrados de la niña, de apenas doce años, sonaron huecos; lastimeros, como el inicio de una salmodia o un canto lúgubre y desgarrado que alguien entonara desde lo más hondo del barranco. La figura del padre continuaba impasible; muda. Con sus ojos vidriosos y casi opacos, mirando un punto indeterminado del azul -sucio por la calina- del cielo de aquella mañana de principios de verano.

—¡Sebastián!

Ahora la entonación de su grito fue más calmada y floja, como si esos pocos instantes que mediaron entre el momento en que descubriera el cadáver y el presente en que se hallaba ahora, hubiera comprendido que ya nada podía hacer. Que aquellas detonaciones que escuchara cuando empezó su actuación, allá en el viejo circo, cambiaban inexorablemente su vida. Ella siempre había llamado a su padre por su nombre. No conoció a su madre, y él cuidaba de ella, haciendo las veces de los dos. Pero antes, siempre que había pronunciado su nombre, era como si la confianza y la seguridad lo impregnaran todo. Pero lo hacía no por falta de respeto, sino más bien por una profunda y franca compenetración con su progenitor. Pero ahora su nombre lo había pronunciado como si fuera el de un extraño, como si fuera el de un extraño desconocido al que hubiera de guardar el máximo respeto y consideración por pura cortesía. 

 

Luego oyó pasos quedos, como tímidos, en torno a la escena; e instintivamente se puso alerta, pero pronto descubrió por el rabillo del ojo el pantalón bombacho de franela desteñida y sucia de Puski.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Nanuka al recién llegado sin apenas volver la cabeza.

Le hizo la pregunta en tono áspero; casi hiriente, como si le molestara profundamente el que hubiera venido, o le molestara su sola presencia.

El recién llegado no contestó. Se limitó a apretar con fuerza entre sus manos un gorro pequeño de lana deshilachada y manida, casi ridículo. Luego se puso a llorar, pero no con un llanto tópico y circunstancial, sino un llanto áspero y quieto de lágrimas abundantes y límpidas, como si a aquel ser lo estuvieran exprimiendo con una máquina imposible, y el jugo que proporcionara su considerable masa, solo fuera el elixir de sus lágrimas.

—¡Lo siento por no ser fuerte...! ¡Tuve mucho miedo...!  —musitó al fin.

—¡Tus disculpas no me van a devolver a mi padre! —prosiguió Nanuka con su voz agria.

El otro dio media vuelta y, sin proferir ni una sola palabra más, se dispuso a marcharse de allí en silencio, como había llegado.

—¿Dónde vas? —le espetó la niña ahora con voz chillona y autoritaria.

Su interlocutor no contestó, pero se quedó quieto y firme, como una estaca que hubieran clavado al suelo, sin volverse o hacer otro gesto que pudiera delatar que por su cuerpo aún corría la vital sabia.

—¿Es que te has quedado mudo? —prosiguió Nanuka con su tono amedrentador y agrio hacía el chiquillo.

El otro movió la cabeza de izquierda a derecha en un significativo gesto de negación, pero continuó sin decir nada. Nanuka se fue hacía él y le cogió por el antebrazo, pero ahora su tono se había tornado más suave y calmo, como maternal.

—¡Si tú no les hubieras denunciado, aún estarían con vida! ¿No lo entiendes, Puski? —cogió ahora la niña su barbilla, en tono que iba cambiando paulatinamente del agrio y áspero primigenio a otro más conciliador y compresivo.

El chiquillo, al escuchar que le llamaba por su apelativo familiar, aflojó la tensión y al remitir el miedo que le embargaba, distendió sus músculos y levantó los ojos hasta encontrarse con los de la muchacha... Los de ella le miraron entre fríos y tiernos. Concatenando ambos sentimientos en una simbiosis imposible, porque ambos pugnaban en una lid de fiera rabiosa, por salir a la luz venciendo al otro.

—¡Tuve mucho miedo, me meé encima! —confesó Puski con apenas un hilo de voz, con su mirada balanceándose entre la de ella y el suelo.

—¡Pues te lo hubieras aguantado, cobarde, pues mi padre ahora está muerto! —gritó Nanuka con voz aflautada y grave.

Nanuka pensó: ”qué clase de desalmados serían los que eran capaces de asesinar, sin el menor atisbo de escrúpulos a aquellos inocentes ‘hacedores de risas’. La ilusión y la risa estaban tendidas a sus pies, compendiadas en aquellos tristes despojos en los que se habían convertido estos dos anónimos propulsores de la alegría y de la magia>”.

—¡Vámonos de aquí! —Escuchó nebulosa y lejana la voz de su amiguito y compañero de escena.

—¡No podemos irnos, Puski! —repuso Nanuka con voz un tanto solemne.

—¿Por qué? —se extrañó el chiquillo.

Nanuka le miró ahora compasiva y tierna a la vez. El chicuelo había despertado en ella su instinto maternal. No en vano, aunque casi una niña, era ya toda una mujer. Tuvo su primera regla muy poco tiempo atrás, casi sin darse cuenta, entre su continuo ir de acá para allá con el espectáculo ambulante y los esporádicos juegos con su amiguito Puski, al que ahora veía desvalido, desamparado y solo, necesitado con urgencia de su protección y cariño.

—¡Puski, hemos de enterrarles, no podemos dejarles aquí para que se los coman los perros!

—¡Pero...! ¿Cómo los vamos a llevar hasta el cementerio? —inquirió el chiquillo con su voz cándida.

—¡Los enterraremos aquí! —repuso Nanuka con decisión, sin vacilar ni un instante.

—¡Bien! ¡Pongámonos manos a la obra!

La mañana se tornó dura y áspera. Al dolor de tener que arrastrar a sus seres más queridos en aquel estado, como tristes despojos demacrados y sucios, se sumaba el calor sofocante y pegadizo que aumentaba conforme avanzaba la mañana, y las moscas que acudían por legiones al olor de la muerte.

 

Nanuka hacía un esfuerzo ímprobo, aferrando el cadáver de su padre con fiera rabia por las axilas; intentando arrastrarle, en tanto, su amiguito Puski hacía un esfuerzo, sobrehumano también, por levantar las piernas caídas con los zapatos como pesados colgajos.

—¡Vamos, empuja de una vez! —chilló la muchacha entre nerviosa y enfadada consigo misma, por no tener la corpulencia y fuerza suficiente para efectuar aquella desagradable tarea.

El trabajo realizado fue arduo y agotador y les costó muchas horas sepultar los cadáveres. Cuando acabaron era ya noche cerrada, y al pertinaz agotamiento se sumó ahora el miedo. Miedo que avanzaba conforme avanzaban las sombras. Ambos amigos se arrebujaron muy juntos, junto a una mata enclenque que milagrosamente había crecido al amor de la estéril tierra removida y ferrosa...

El talud de tierra removida, cerca de donde habían enterrado los cadáveres, comenzó a moverse y oyeron rodar guijarros y cascotes con gran estrépito. Las voces les llegaban nítidas, y a la tenue claridad de las lucecillas difusas y endebles de unos cuantos faroles -antiguos de queroseno- veían contorsionarse las figuras en una danza patética, intentado repartirse los despojos de aquellos profanados cadáveres.

—¡Los han desenterrado y les están quitando la ropa y el calzado! —exclamó el muchacho aterrorizado—. ¿Quiénes serán? —preguntó con voz trémula.

—No lo sé... —siseó Nanuka con los ojos muy abiertos—, ¡pero no podemos permitir que les hagan eso! —continuó ahora exaltada.

En unos segundos, los intrusos se vieron sorprendidos por una lluvia de guijarros y piedras de todos los tamaños y medidas. Ante tal acopio de proyectiles, optaron por poner pies en polvorosa a pesar de lo enconado de su reyerta, propiciada por el repartimiento de la indumentaria requisada a los cadáveres. Puski, aunque se había sumado al instante al lanzamiento de proyectiles contra los intrusos al ver la decidida y valiente actitud de Nanuka, ahora le había tomado afición, y continuaba lanzando andanadas a diestro y siniestro, e incluso, se permitió lanzarles algún que otro insulto tímido...

... Puede continuar la historia, o puede acabar aquí. Pero estoy seguro de que siempre que la sinrazón y el odio se apoderan del ser humano, esparciéndose y prodigándose como una epidemia nefasta y absurda, se han repetido y se repetirán a través de los tiempos escenas y episodios como los aquí narrados, produciendo víctimas que no llegan a comprender, ni por asomo, la sinrazón del hecho. Víctimas propiciatorias que, pasado el tiempo, sencillamente pasan a engrosar la lista de una fría y cruel estadística, y nada más. Entretanto, muere la razón, muere la magia, muere la ilusión; muere la risa...


1 comentario:

  1. Me encanta, cómo siempre lo que escribes. Casi puedes sentir lo que siente la protagonista a través de tus palabras y la pena es que es un relato que hoy, en nuestros días, se hace realidad seguramente e tantos pueblos ucranianos y no ucranianos.

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