miércoles, 30 de marzo de 2022

DOBLE O NADA, por Francisco Javier Franco Miguel.

 



Tenía las pupilas tan dilatadas que podían haberle estallado en cualquier momento. Los excesos: cocaína, alcohol, tabaco, cafeína y, sobre todo, adrenalina. La adrenalina que le producía cada elástica noche apurada hasta saltar en una nueva sesión de juego, de casinos a garitos ilegales y perdidos, doble o nada, siempre doble o nada, para acabar tirado en un camastro sucumbiendo dentro de una orgía nihilista.
Cuando llegó a Nueva York aún había torres gemelas y la gran manzana estaba en su dulzor preciso para comérsela, le habían becado como traductor en las Naciones Unidas. Él era un chico de provincias en una región mediterránea y rural de la vieja Europa, no conocía apenas nada del mundo allende las fronteras nativas, los Erasmus no eran tan prolíficos y comunes en su época, ni su familia era lo suficientemente pudiente cómo para poder mandarlo de veraneo educativo, lo más cerca que estuvo fue trabajando de camarero en la costa del sol o Mallorca. Descubrió un mundo nuevo en el que aplicar su aplicación, desde niño, al coleccionismo del dominio de idiomas: castellano, francés, inglés, italiano, ruso y alemán. Tras la beca, obtuvo plaza fija y quedó atrapado en la tela de araña de la gran metrópoli, alquiló un iluminado, pero minúsculo apartamento, en Manhattan Sur y comenzó a convertirse en un neoyorquino más, intentando dejar a un lado todo lo que le delatara su carácter de latino, incluso intentó obtener la nacionalidad, dejando extraviados en el pozo del sin recuerdo su familia y su viejo mundo.
Luego conoció a Etta, era una chicaguense alta, delgada y hermosa, negra como el azabache y exquisita como el marrón glasé, eso le decía a ella, aunque en realidad no sabía muy bien lo que era. Lo que realmente le atraía era su olor, siempre había escuchado que las negras olían diferente y, al conocerla, se convirtió en una obsesión, le gustaba verla sudar, por eso la conminaba para hacer running los domingos por Central Park, para luego ver su cabello rizado alisarse por el sudor y poder aspirar el aroma que desprendía todo su cuerpo y, en especial, su sexo, desde que follaron la primera vez tras una dominical sesión; ella quiso ducharse primero, pero él no la dejó, le inhaló sus vapores con fruición y saboreó cada mililitro de sudor que pudo, perdiéndose al final en la mezcla de conjunciones líquidas de su vulva, recién abierta a su lengua como una granada. Pero Etta no era para él, era demasiado ser humano para él, no ya física, sino intelectual y anímicamente, y pronto lo mandó de regreso con sus internas contradicciones de rústico a medio madurar. Lo hizo cuando él estaba plenamente obsesionado con ella, con ella y sus olores, cuando toda ella le representó la personificación del amor anhelado y encontrado, aunque en realidad sólo fuese una confusión entre sentimiento y deseo, una fantasía disfrazada de verdad indubitable y al cabo una obsesión terrible. No aceptó el no, y se convirtió en un acosador incombustible, que extendía su sombra sobre el vivir todo de ella, que no tuvo más remedio que recurrir a la policía metropolitana. Una detención, una orden de alejamiento y la espada de Damocles de la deportación fueron los éxitos de su perseverancia.
Cuando Etta apareció muerta en un callejón suburbial de Harlem, él fue el primer sospechoso para los investigadores, era quien estaba más a mano, además de ser un vulgar hispano, por mucho que se empeñase en disimularlo. Volvió a estar detenido, no habría deportación a Europa, porque era probable que lo fuera al corredor de la muerte, hasta que aquel negro enorme fue detenido portando el móvil y la master card de ella. Era un yonqui, pero ¿qué hacía ella en suburbio de yonquis? Después se supo. Tras dejar al ingenuo traductor, se dejó arrastrar por el lujo y las fiestas privadas, ser chica de compañía, ganando un sobresueldo de lujo, por hacer lo mismo que hacía con aquel europeo latino e imbécil, aunque bien dotado. Fiestas, sexo, alcohol, cocaína y un caballo de fuego galopando por las rojas praderas de sus venas. A días de vino y rosas, sucedieron noches de sangre y sombras, y esquinas de madrugada mendigando polvillo blanco.
Él quedó marcado para siempre por aquella experiencia. Comenzó a pisar sobre los pasos nocturnos que ella hubo pisado. A revivir el mundo que ella vivió sola y que él hubiera, a pesar de todo, querido compartir, volvió a oler sudores y vaginas, pero nunca encontró un aroma igualable al que hubo perdido para siempre, buscó subir sus niveles de adrenalina con otros sucedáneos y descubrió el juego, el doble o nada, que le acompañaría siempre.
Ahora se encontraba semiinconsciente sobre el camastro, seguramente pensaba que estaba solo, como solía estarlo a esas horas de la madrugada, pero era incapaz de percibir la respiración que provenía del otro lado de la habitación, la respiración de aquel mulato de labios anchos y sonrisa de dientes lechosos y afilados, testa rasurada y cicatriz profunda de un lado al otro del mentón. Cuando comenzó a incorporarse, éste le preguntó si tenía ya la pasta para saldar su deuda, él, aún en la inopia, no sabía de qué se trataba, hasta que recibió el primer golpe en el bajo vientre. «Doble o nada», fue lo único que dejaron escapar sus labios, y recibió una segunda andanada de golpes secos. Entonces, a la fuerza obligan, sí supo situarse en tiempo y espacio, recordó que había vencido el plazo con el prestamista cubano, al que había vendido su deuda el corredor de Little Italy. No tenía el dinero, sino que, incluso, había acrecentado su deuda con otro corredor afroamericano. «Doble o nada», volvió a repetir. Pero el mulato le preguntó sobre el doble de qué, ¿qué podía él ofrecer? Todo lo que le quedaba era su vida y eso ofreció a doble o nada, realmente a todo o nada: podía ser un esclavo, podían matarlo y desmembrar sus órganos para el mercado negro… lo que quisieran. El esbirro le dijo que él no decidía y que su jefe ya disponía de todo ello, lo único que quería era la su pasta, lo otro lo podía recoger en cualquier momento. Miró al techo descascarillado, cerró los ojos por un momento y sintió el perfume del cuerpo de Etta rodeándolo, y al final dijo «si nada valgo, que sea nada».
Su cadáver mutilado, sin hígado, sin ojos, ni riñones, ni corazón apareció en el mismo callejón en que se halló el de Etta, un año antes. Dos cuerpos en el mismo rincón, destinados al mismo vacío, un último doble o nada.

1 comentario:

  1. Descarnado. Muy logrado el toque a lo Salinger o Cheever. Muy norteamericano. Bien.

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