domingo, 27 de febrero de 2022

SUSPIROS Y PINCELADAS DE PATROCINIO ACCITANO, por Fran Ibáñez Gea

 


Salí de metro a la Puerta del Sol. La media tarde solía estar concurrida e iluminada por los adornos de navidad y las grandes fachadas que dan a la plaza. Madrid se caracteriza por la parsimonia de sus turistas y la agilidad de sus paisanos. Son dos ritmos de ciudad que la hacen latir dos veces. Las colas en Doña Manolita eran infinitas en las vísperas al Gordo, así que se multiplicaban los puestos ambulantes. Una carrera de obstáculos para llegar a cualquier sitio. El mío estaba a escasos metros calle arriba. El Four Seasons acababa de empezar la remodelación y el tramo de la calle Alcalá con Sevilla estaba en ascuas. La puntualidad era un reto. Finalmente llegué a tiempo a la Real Academia de Bellas Artes, la cual ofrecía con buena frecuencia conciertos en su auditorio. Felipe V presidía en la pared entre los bustos de los Carlos. El programa en cuestión era el Concerto Grosso Op 6 nº8 -el conocido "de Navidad"-, de Corelli.

Era la segunda vez, en mucho tiempo, que lo volvía a oír en directo. La primera fue interpretándolo junto con la orquesta del conservatorio Carlos Ros en el Mira de Amescua. Mi mirada clavada en los violonchelos. Mi mano derecha bailoteando. Tenía grabada en su memoria táctil cada nota que sonaba, y como reminiscencias, en pequeños espasmos quería seguir la música como hacía años.

Entre los sentidos suspiros que aquí anoto, arrojo el que me despertó Dori Hdez Montalbán. Para el día de la mujer habíamos decidido preparar una actividad en el Hospital Real de la Caridad, para presentarlo como un espacio con presencia de mujer y así homenajear a sus enfermeras, nodrizas, cuidadoras, religiosas y matronas que habían sido los pies y las manos del buen hacer en tan centenario lugar. Su hermana Carmen y el resto de componentes de la Oruga Azul se encargaron de teatralizar la visita, la cual finalizaba con una actuación de Dori, ataviada de mil seicientos. La expectación corría entre los asistentes. En el ocaso de aquel marzo procedió: ...¡Ay, qué vida tan amarga do no se goza el Señor! Porque si es dulce el amor, no lo es la esperanza larga. Quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero, que muero porque no muero... El aplauso fue infinito. La lívida luz convirtió el patio jesuita en una plazuela donde la propia Santa Teresa era a nosotros a quien nos regalaba su éxtasis.

En cuanto a las pinceladas, sin motivo de duda, referencio la experiencia habida en los encuentros -porque decir curso escudriña en academicismos- de acuarela en la Casa-Palacio de D. Julio Visconti. La primera vez que tuve constancia del pintor fue una década antes, cuando ambos éramos parroquianos del bar de Juan -ahora Palenga- en la Plaza de las Palomas. Siempre en la buena compañía de su versada corte. En aquel entonces se estaba fraguando la Fundación, que hoy para nosotros podría ser lo que la India fue a la Corona Inglesa. El relevo en la maestría se lo tomó su discípulo José Antonio García Amezcua. Durante el verano, las puertas del palacio de Visconti se abrían a los acuarelistas neófitos. Unas puertas, que una vez cruzadas, la ciudad quedaba atrás y se abría un rincón evasor donde los gatos pululaban bajo contables pilistras, arados y trillos quietos. Un quinario de arte y percepción. D. Julio hoy, con su centenario cumplido en la tierra, seguirá cumpliendo los años de descanso que le merece el cielo, con la entera satisfacción de que su legado, cuidado e inmaculado, discurrirá entre el cariño y admiración de las futuras generaciones.

Cerrando filas no puede quedar en el tintero una de las casualidades que me acercaron a lo que hoy más aprecio, que es el arte. La madre Gema, religiosa de la Divina Infantita, era en sí una institución. Alguacilesa catedralicia o abadesa de llaves, era por todos reconocida en su hábito y antaña faz. De fino tallo desafiaba la pesadez del tiempo, esquivando las indolencias fue, con certeza, de poco plato y mucha suela de zapato. Un día me acogió como su secretario para traspasar el papeleo, en la bisagra entre la máquina de escribir y el teclado del ordenador. En estas que apareció con unos documentos que ella había hecho de oídas tras haber estado en una visita explicada en el museo, reciente entonces, de la catedral. "Pero para que quede más claro, un día podemos ir y lo vemos juntos". Así lo hicimos. Ella no era una persona de concurrencia social. El resto de sus hermanas eran también religiosas de la misma congregación. Las vacaciones de estío la pasaban en la casa familiar -vacía- en Padul, y salvo los saludos por la calle de viejos alumnos y conocidos, jamás la pude ver tomar un café en una terraza. Ella aprendió a vivir y se acogió al modo preconciliar.

En la sala de arriba, frente a un cuadro de la Inmaculada me dijo: ¿Ves el espejo? Representa la virginidad de María; la luz pasa por el cristal sin romperlo ni mancharlo, así fue cómo la virgen tuvo a su hijo. Y hasta la fecha, siempre que he tenido que descubrir el museo de la catedral de Guadix a alguien, repito sus mismas palabras, en honor a su recuerdo. Así, desde el Beaux Arts de Bruselas, la National Gallery, el Louvre o en el Prado, si los querubines portan un espejo acompañando a la Inmaculada Concepción, discúlpenme, pero la luz que pasa por el cristal no es la virginidad, es la querida madre Gema que se pasa a saludar.


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