domingo, 27 de febrero de 2022

LA QUINTA ESTANTERÍA, por Tomás Sánchez Rubio.

 


El primer día que entró para trabajar en la limpieza del depósito de libros de Atlántida Libreros, Alicia solo reparó en aquella cantidad desmesurada de volúmenes de diversas edades como ocurría con ese almacén de personas en que se convertía el metro cuando lo cogía por la mañana que se agolpaban sin aparente orden en unas estanterías metálicas que llegaban hasta el techo. No obstante, aparte de un ligero olor a humedad, no estaban estas demasiado sucias; al menos según era lo esperado. ¿Cuándo y quién les quitaría el polvo? El señor Plaza, el encargado, le había dicho, sonriente pero sin mirarla demasiado a los ojos, que bastaría con darle al suelo tres veces por semana.

Alicia, pues, solo se preocupó ese primer día, lunes, de fregar el piso de los corredores.

El miércoles, encontrándose frente a la quinta estantería del quinto pasillo, se le ocurrió mirar los libros y vio algunos que le resultaron familiares, con sus cubiertas a todo color e ilustraciones de los personajes. Sin embargo, no tenía tiempo para pararse ni tampoco se le apetecía mucho… Por si fuera poco, la discusión que había tenido con su hija la tarde anterior acaparaba sus pensamientos y la apartó durante toda la jornada de todo lo demás.

El viernes, se detuvo a contemplar mejor los libros de la quinta estantería y volvió los ojos muchos años atrás… Creyó recordar algo, pero no sabía qué. Sintió lo mismo que cuando había tenido alguna vez un sueño muy agradable y plácido, pero del que había tenido que salir al tocar el despertador: Solo sabía que se había tratado de algo reconfortante; sin embargo, no podía recordar ni la trama ni los detalles… También le vino a la cabeza aquel programa que escuchaba por la radio algunos jueves al acostarse, donde se trataba de temas paranormales: estaba al tanto de que había una cosa que llamaban “déjà vu”, que parecía estar relacionada con falsos recuerdos...

No obstante, durante la noche del sábado al domingo, tras irse a la cama después de charlar con esa hija con quien tanto discutía pero que tanto la hacía reír también a veces, cayó en la cuenta.

El lunes, decidida, se dirigió, después de cambiarse de ropa y ponerse la bata de trabajo, directamente a la quinta estantería, cogió un volumen de cubiertas especialmente estropeadas y dio enseguida con la página que conservaba, en el extremo inferior derecho, las huellas de unos pequeños dedos. Eran los dedos que, llenos de chocolate, habían estado toqueteando aquel ejemplar treinta años antes, mientras un padre, tras la cena, le leía a su hija una curiosa historia: la de una niña, que también se llamaba Alicia, capaz de viajar a otros mundos en el sencillo abrir y cerrar de ojos de un razonable gato que le hablaba siempre con una amplia, muy amplia sonrisa.

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