sábado, 29 de enero de 2022

LA OLLA DE ORO (leyenda de la tierra), por Pepe Velasco Romero.

 


 

    Bajo tierra, dormida en el tiempo, la olla ni resplandece ni brilla, solo está dormida y tranquila, pero espera a ser pródiga con quien la vuelva a sacar a la luz y la libre de su perenne tiniebla. La viña, amodorrada y tranquila, espera siempre el esmerado mimo de la azada para, con estoicismo y a la vez premura, madurar su fruto y obsequiar a su dueño con uva dorada.

    El labriego cava la tierra con encono, con avaricia de tiempo, con apuro y ansia de ofrendas por venir, fruto de aquel exasperado empeño. Lo hace todo como si le fuera la vida en ello, pareciera que su única meta en la vida fuera que su viña estuviera siempre cuidada y limpia para producir los mejores racimos y por ende salga de su lagar el mejor de los vinos. Tal es su obsesión casi enfermiza en ahondar en ella una y otra vez la azada. Quizá también redunde algo en su afán de continua zapa sus cortas luces al tener mermadas sus facultades, y el haberle tocado en suerte vivir una época en la que se tiene poca o nula consideración en cuanto a las diferentes capacidades de las personas. Más bien sirve a su pequeña y poco leída comunidad de distracción, de rechifla y chanza. Por lo cual nadie conoce su nombre real, todos le llaman desde siempre “Catico el tonto”. Él ignora toda puya u ofensa que venga de parte de sus convecinos o de cualquier otro prójimo, y persiste ansioso en su labrada.

    Bajo tierra, persiste dormida en el tiempo la olla, que aún ahora no brilla, pero con paciencia espera. El viñedo, amodorrado y tranquilo reconoce con largueza los mimos de la azada y, agradecido por el trato, obsequia al campesino su mejor uva dorada. El hombre, obstinado, araña la tierra continuando terco con la cava. El sudor del quintero que labra riega la tierra que cava, y esta parece ablandarse excitada, incitando al hombre y a su azada a proseguir con su dura tarea hasta terminar la dura jornada.

    De pronto, el filo de la herramienta toca el barro cocido de la olla y un tintineo difuso alerta los sentidos del hombre que, aunque mermados, pronto reaccionan. Extrañado y confuso se yergue, se enjuga el sudor que riega la tierra, observa el hallazgo, prosigue erguido y confuso, pero calla. Persiste un tiempo en silencio, conjetura y cabila, y después de mucho meditar, con mimo termina de desenterrar lo descubierto.

 —Paréceme una olla de “moros” —parece concluir excitado el paisano.

    Indeciso y con el miedo en el cuerpo por la superstición y el desconocimiento del objeto que tiene ante él, acerca trémulo los dedos hasta retirar el envoltorio que tapa el hallazgo que, manido y resquebrajado por el tiempo, desvela el dorado contenido del envase enterrado. Por fin concluye tranquilo que es una olla de barro que brilla.

 —¡Azufre! —exclama eufórico el hombre—.¡Para mis parras, que están macilentas y poco curadas!

    De amanecida, muy de mañana, esparce sobre los pámpanos parte del contenido con comedimiento, y tratando de ser ecuánime con cada una de ellas les echará parte del contenido para que las cepas le den los racimos sin mancha ni mácula. Vuelve a guardar el hallazgo con premura y cautela. Pero cuando por la noche sale la luna hechicera, coqueta y lozana, las parras brillan a su luz como fina arena en vellocino dorado. El labriego, confundido y extrañado, llama a su gente, excitado y a la vez deslumbrado.

 —¡Venga usted, madre! ¡Venid, mis hermanos, y contemplad qué prodigio! Los pámpanos de mis parras brillan como el ajuar del cura, como campos de trigo dorado. Proclámelo usted, madre, dígalo a los cuatro vientos. Llame usted, madre, para que todos vean el gran portento. Mire que maravilla ha sucedido de pronto, y todo ello le ha acaecido a “Catico el tonto”, el más lerdo de su pueblo.

 —¡Cállate, necio, y no hables! —rebufa la madre malhumorada—. Esto que has encontrado no es azufre, es oro molido de “moros”, y nos van a dejar sin nada si se enteran las autoridades. Sacude los pámpanos, recoge lo que puedas y guarda bien el que queda en la olla. Y este secreto que se quede aquí, enterrado con nuestra pobreza, que con este hallazgo para siempre de nuestra vida será desterrada.

    Con lo recuperado de los pámpanos y lo que quedó en la olla, la paupérrima vida de aquella gente iba a ser confinada para siempre. Pero la envidia ciega, al acecho constante sin descanso ni tregua, con saña y encono, puso el secreto al descubierto de aquel infeliz y su aluenga familia cuya tarea siempre fue el duro trabajo, la constante penuria, la humillación continua y la perenne pobreza.

    Y la “ley del más fuerte, siempre equitativa, ecuánime y ciega”, pronto vino a incautarse de aquel tesoro encontrado entretanto uno seres humildes arañaban con ahínco la reseca y dura tierra. Invocando para ello alegatos hueros con los que embaucaron y engañaron a aquella gente austera que por siempre había labrado aquella tierra. Les quitaron su oro, les robaron sus quimeras, les hicieron la afrenta de matar de un plumazo sus sueños, sin un estipendio o una simple prebenda. Y al final de la historia, el oro molido acabó en distinto y avaricioso bolsillo. Aduciendo todos, envidiosos y demás caterva, que cómo aquel infeliz iba a ser poseedor de tamaña riqueza. Aludiendo para ello al popular dicho: “dinero llama a dinero y miseria llama a miseria”.

    Pero todo no iba a ser desdicha para aquella gente paupérrima. La madre, sagaz y a la vez desconfiada de la justicia de los hombres, a escondidas había guardado, envuelto en un trapo viejo en su prominente pechera, un buen puñado de aquel precioso metal que le robaron y que a ellos les regalara la tierra. Procurando no desvelar nunca a nadie, ni a su hijo Catico, ni a sus otros hijos, ni a sus nueras, por si a alguno de ellos le sonsacaban las envidiosas y malas lenguas. Con lo que sisó la matriarca pudieron vivir por siempre en su sufrida vida, holgados con disimulo y presteza. Y así, por la vivacidad de aquella valiente y astuta mujer, se alejó algo la penuria, se redujo la miseria y nunca faltó pan para los suyos en aquella su siempre cicatera, menguada y exigua mesa.     

  

Y la ley, que para una inmensa mayoría siempre es “ecuánime” y ciega,

pronto vino a incautarse de aquel tesoro encontrando entretanto unos seres que arañaban la dura tierra;

 alegando para ello historicismo y cultura, y nada de prebendas.

Y al final de la historia, el oro molido acabó en distinto y ubérrimo bolsillo.

Aduciendo que, como bien dice el popular dicho: dinero llama a dinero y miseria llama a miseria.

 

Leyenda popular

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