sábado, 29 de enero de 2022

CLOTILDE Y MATILDE, por Pedro Pastor Sánchez.

 


Clotilde y Matilde, hermanas mellizas, siempre fueron muy competitivas. La primera disputa se produjo en el mismo útero que las albergó durante nueve meses. Hubo codazos para ser la primera en ver lo que había ahí fuera. Esa curiosidad innata sería un rasgo distintivo de su carácter. Desde la más tierna infancia se las podía ver en el patio del colegio en absurdas competiciones que les llevaban hasta la extenuación, como intentado ser la que más veces seguidas saltaba a la comba. O poniendo a prueba su resistencia física para ver cuál de las dos, tercas como mulas, daba más vueltas a la pista de baloncesto, en una maratón inacabable, jaleadas por sus compañeros. Lo daban todo con tal de no rendirse ante su adversaria.

            Tanto deporte les esculpió el cuerpo y, llegada la adolescencia, su divertimento preferido era acumular una mayor cantidad de ligues que su rival. Sus fibrosas carnes fueron magreadas por cientos de barbilampiños jovenzuelos cubiertos de acné. El único requisito que habían sometido a consenso para engrosar el tanteo de conquistas es que alguna amiga común diera fe de haberlos vistos acaramelados, beso de tornillo incluido.

            Fue en esa época cuando advirtieron una circunstancia especial en este torneo sin tregua. Sus relaciones eran más problemáticas con muchachos llamados David, Manuel, Juan, Emilio o Javier, por ejemplo. En cambio, la predisposición al flirteo era mucho mejor con aquellos llamados Ramón, Julián, Martín, Jeremías o Joaquín, por citar unos cuantos.

            Pronto descubrieron el motivo de esta predilección. El detonante fue la redacción de su compañera de aula, Rosalía, que fue leída tal cual estaba escrita, en voz alta, por parte de Doña María, la profesora de Lengua, con cierta sorna no disimulada. Lo que debía haber sido una armoniosa y enfática montaña rusa de melódicas palabras se convirtió en un vasto páramo átono. Fue entonces cuando relacionaron, de una forma un tanto absurda, pero con convicción indisoluble, estos acontecimientos con sus propios nombres, heredados de ambas abuelas. El cosmos les había hablado. Y a partir de ese momento iniciaron una competencia frenética, en la que solo una de ellas podía resultar vencedora.

            Iniciaron el desafío reuniéndose todas las tardes, con la excusa de hacer los deberes y repasar las lecciones, en la amplia biblioteca del abuelo Antón. Comenzaron a leer con avidez todos y cada uno de los libros, que se habían repartido empezando la una por el anaquel superior izquierdo, la otra por el inferior derecho. Acordaron que, para dejar constancia de sus hallazgos, debían mostrárselo mutuamente. Para ello, adquirieron unas gruesas libretas cuadriculadas en las que lo anotaban todo. Pronto se quedaron cortas y necesitaron más y más libretas. Durante meses dedicaron incontables horas, olvidándose de sus otras obligaciones, lo que les acarreó más de un castigo por parte de sus padres, que no entendían tanto enfrascamiento en un asunto tan banal como superfluo.

            

    La obsesiva competición, sin embargo, continuó en años sucesivos, poniendo al descubierto la poca rigurosidad de las editoriales e imprentas. Cuando se acabó el último tomo de su biblioteca, añadieron nuevas reglas, haciendo extensiva su búsqueda a carteles publicitarios, rótulos televisivos, apuntes, prospectos, folletos, etiquetas de productos, libros de cualquier índole y origen… En fin, que todo material, impreso o no, en cualquier soporte, era susceptible de ser sometido a su escrutinio, siempre y cuando se remitiesen una prueba gráfica de cada ítem encontrado, a fin de cuantificarlo. Llevaban miles de registros cada una, en una pugna ardua y continua por superarse, no cejando en su estúpido juego.

            Le cogieron el gusto a las bebidas carbonatadas aromatizadas con quinina, y así, entre tónica y tónica, se les pasó la juventud. Habían leído tanto y tan variado que adquirieron una vasta instrucción, conocimientos que usaron para opositar y sacar una plaza en el Ministerio de Cultura, sección de biblioteconomía, por lo que tuvieron acceso a bases de datos y múltiples publicaciones. A Clotilde se le ocurrió una vez comentar a su superior que había advertido algunos errores en la información almacenada en aquellos servidores, y se postuló para corregirlos. La tildaron de loca. Que qué se había creído, que si era más lista que nadie, que no estaba allí para corregir nada, que si estaba así sería por algo. Jamás puso objeción alguna a partir de ese momento, y se dedicó a seguir acumulando anotaciones sin rechistar. Estaba claro que el caos era la tendencia natural del universo, por más que las hermanas pusieran el acento en poner cierto orden y concierto buscando gazapos.

Pasaron los años. Clotilde y Matilde permanecieron solteras, habían dedicado demasiado tiempo en destacar la una sobre la otra, tiempo que les arrebató la oportunidad de tener otra compañía, o descendencia. En su piso compartido envejecieron. Algunos vecinos no las soportaban. Y no era para menos, puesto que su comportamiento algo histriónico era la comidilla del bloque. A cada nuevo hallazgo, lo pronunciaban a voz en grito, seguido de una risotada malévola y un exabrupto dedicado a la otra, mofándose de haberse adelantado.

Un día, cuando ya habían superado ambas con holgura las cien mil palabras encontradas, se lanzaron acusaciones y ácidas críticas por querer sumarse algunas diacríticas. Pasaron de los gritos a las peleas en cuestión de días. Perdieron finalmente el juicio. Los servicios sociales las acomodaron en una apartada residencia. Por fin sus vecinos se libraron de las que llamaron «las hermanas Tilde», y pudieron dormir a pierna suelta, sin tener que aguantar a aquellas dos prosódicas profiriendo gritos en mitad de la noche: ¡Sílfide! ¡Calígula! ¡Camélido! ¡Dórico! ¡Esdrújula!

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