miércoles, 29 de septiembre de 2021

CUANDO LA VIDA SEA VERDAD, por Josefina Martos Peregrín.

 


                                 

        Ponerse brillantina hasta el cogote, vestir de saco y corbata para pedirle a la vieja “Vieja, anudame la moña” y oír una vez más sus protestas, “No tanto, no soy tan vieja”, para contestarle riendo “Acá lo sos, acá sos mi vieja”, besarla, calarse el sombrero lenceao y salir corriendo, huyendo de ruegos y consejos, “Habla como Dios manda”, “Come algo”, “No vayas con malas mujeres”…

        Dejar de escuchar cuando, con un quiebro garboso, esquiva la puerta entornada, porque a estas horas de la tarde del domingo, en el conventillo nadie cierra del todo la puerta de su cuarto.

        Volar por los caminos, saltando con prisa las piedras y zanjas de las calles en construcción, pues  Buenos Aires vive en perenne construcción, mientras él sueña sin fin con las mujeres que perturban la respiración de sus noches; sobre todo, con una, la Deyanira, perfumada y colorida como flor de un día, esa flor fugaz que endulza la melodía de un tango pero amarga el corazón.

        Lucir en el boliche como un compadrito guapo, empilchado como rey de oros, como sabidor en timbas y lancero en el amor; dejar que se acerque la piba sin mirarla, esperar a que le pida fuego, faroleando el cigarrillo erguido, dando ruedos con desgana, haciéndose rogar con cara de Valentino afligido.

        Abrazarla al fin para bailar, porque agarrarse a ella es la felicidad; dominar, llevar y dejarse llevar por el fraseo del bandoneón: caminan, cortan de golpe, toman un rumbo nuevo, florean las piernas antes de la media vuelta impensada que quiebra la cintura de esta mujer que no le da tregua.

        La Deyanira, que descansa del baile sorbiendo su refresco, marcadas sus formas bajo los encajes de domingo, erguidos los botones de sus pechos a través del corpiño liviano; apenas una pibita, pero ya tan curtida, de tan buen palique, con esos ojazos; que no se dé cuenta, que no sepa que lo tiene como borrego en redil; le chamuya un piropo torciendo el gesto y le sonríe con el cigarro de medio lado antes de escupirlo al suelo y llevársela a lo oscuro, donde las madreselvas crecen enredadas a las cañas.

        Chapan, manotean a lo libre; desde el rincón más íntimo del patio su piel secunda el tango que suena. Se entiende con esta Deyanira como el bandoneón se entiende con la pianola, conjuntados en una travesía sin puerto, en una melodía sin memoria, en una música para penas ilusionadas.

        Te quiero como se quiere a la vida cuando la vida es verdad” canta el Rómulo en este momento.

        Se cambió el nombre. Y no le duele, aunque su vieja se ofenda, “Si se enterara tu padre, Dios lo tenga en su gloria”, “Dejame, vieja. Dónde va un Eladio García por estos mundos, llamame Dante Trono, por un día. No más el domingo dejame ser como los demás”.

        Ser como los otros compadritos que colman los boliches del barrio de la Boca. Oswaldo, Olimpo, Héctor, Rómulo… Nombres que imponen, que suenan regio, a italiano, porque los italianos arriban a millares y mandan más que los gallegos, cosa que también enciende a su vieja, que la llamen gallega, a ella, una andaluza cabal.

        Con sombras de cárcel lavé mi pecado”, canta el otro. Porque los tangos cantan desgracias de todos los colores, salvo la desgracia gris del laburo: ningún tango habla de trabajo, de la pena negra de levantarse antes de que salga el sol para deslomarse carneando reses en una jornada interminable, dentro de una nave helada. Ahí está lo bueno, que el laburo no existe en los boliches, que los bravos no trabajan, que campean los curdas bárbaros que viven de noche y se acuestan de día.

        Ciego con la piba no ha visto acercarse al compadrazo, a Oswaldo el Negro, el de la faca, que también le hace ojos a la Deyanira y de un manotón se la saca de los brazos, “Andá, papamoscas, pasame  esta papirusa. Y  andate a la barra, que te conviden a grappa”. Ella se deja hacer, pero mira largamente a Dante, esperando que la recupere, que la defienda como macho bien bragao, pero Eladio retrocede, disimula, ríe como gracia lo que es afrenta y se va con el rabo entre las piernas a tomar la grappa cobarde.

        Y de allí, de boliche a conventillos con baile, a beber amargo más que a bailar dulce, hasta llegar al burdel donde le fían, donde desfoga…  La corbata arrastrada por el suelo, el sombrero hundido en el pico de la percha y una concha bostezando entre las sábanas rojas.

        Ya de mañana, cuando vuelve a su conventillo, el patio bulle de vecinos, de palanganas, de niños chillones, de mujeres que vacían las aguas sucias y hombres que se anudan los zapatos. Y a la puerta del cuarto, su madre, que le espera llorando: “Ya está bien la joda, vieja. No me llore y déjeme dormir, que hoy entro de noche”.

 

Mientras, bien lejos, en otro cuarto:

Ay, Rosarito, ¿dónde has pasao la noche?

−Que soy Deyanira, madre.

−¡Nombre de puta! ¿Para esto dejamos el pueblo? Más nos valdría volver a España.

−Mire, al menos aquí comemos. Trabajo no me falta y mientras yo gane mi pan y el de usted y padre, haré lo que me dé la gana.

        “Volver… ¿Para qué? Allí era el señorito, aquí el Oswaldo”. ¿A quién le contará su cansancio? Su cansancio de que el Oswaldo haga con ella lo que se le antoja, su pena de que Dante se arrugue y la deje en manos de ese chulo. Dobla con cuidado los encajes mientras la madre  insiste:

−Hija, ¡así no te vas a casar!

−¿Y qué? Lo que quiero es un amor de tango, muy grande, muy de verdad… ¡Muy desgraciado! Y luego morirnos los dos, madre, sin niños ni suegra ni casa que limpiar.

 

        Se lo jura a sí mismo: es la última vez que Oswaldo le pisa la mina. El próximo domingo no se achantará, le plantará cara, que hablen las facas. Al fin, morir en un lance de amores no es mal modo de morir. Y a ella, la ingrata, ya le dirá cuatro cosas. Aunque…  ¿qué importa? Sufrir traiciones de las minas engañosas es vivir, penar de amor es vivir. Todo es vivir salvo esos días, esas noches de encierro en el gran frigorífico de las reses muertas. Se vengará a su manera: cada vez que destripe la res con el cuchillo jifero, cada vez que deshuese las costillas de los costados colgantes… Cada vez que hunda su daga en los solomillos desgajados, imaginará  que a Oswaldo le clava la faca.  Llegará el día, llegará la noche en que ese chulo no lo vuelva a achantar.

        Te quiero.

                         Como querré a la vida.

                                                               Cuando la vida sea verdad.


                                                                                Del libro "El mar y los siglos"

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