Los dos muchachos marchaban
amodorrados y cansinos tras la recua que guiaban. Caminaban asidos a sendos
cabos que sobresalía de los aparejos de
las caballerías; para así mejor mitigar el agotamiento derivado de la larga
caminata y del viento pertinaz y cansino que les había soplado de cara durante todo el viaje.
Conducían aquellas recuas desde que tenían memoria. Se habían pasado toda su
joven vida desde que eran unos chiquillos, acarreando mercadería y enseres de un
lado para otro sin apenas descanso. El padre de uno de ellos, que también había sido arriero durante toda su vida, era
el propietario de la pequeña caravana que por siempre se había dedicado al transporte de productos y
utensilios de todo tipo a lo largo y ancho de todo un amplio territorio. Ambos
muchachos siempre se habían presumido
camaradas y amigos, desde la más tierna infancia. Pero como casi siempre
ocurre; uno de los factores de diferenciación
entre ambos jóvenes, era el patrimonio
de la familia de cada uno de ellos. Por supuesto, también había otros
muchos factores de mayor o menor transcendencia
que se sumaban, al ya mencionado del dinero. Contribuía a ello también
el carácter, el talento, el instinto y por supuesto la genialidad y forma de afrontar la vida y sus vericuetos
de cada uno de ellos. Aunque ambos conducían aquellos animales de carga con
suma dedicación y extremado esmero. Alfredo solo era un simple peón al servicio
del padre de su “amigo”. <<Un bracero ganapanes, que no tenía donde
caerse muerto>>. Como con bastante frecuencia e insistencia intentaba recordarle Enrique; su compañero y cacareado
amigo. Sobre todo, cuando estaban ante alguien; para así bajarle los humos. <<Por si al muchacho se le ocurría
creerse algo más que un don nadie>>. Justificaba la retorcida mente del
engreído mozalbete. Así, con estos y otros altibajos, se había cimentado a lo
largo del tiempo aquella especie de amistad o camaradería, propiciada más que
nada por las interminables horas de compañía mutua en las soledades de los
dilatados caminos. Pero apego a fin de cuentas. Aunque ese apego de forma
fehaciente siempre hubiera estado cimentado en la perenne subordinación de
Alfredo. Así había transcurrido su relación durante la infancia y adolescencia
y proseguía aun inalterable. Enrique sería el futuro heredero de la actividad y
por tanto del negocio paterno. Por ello se creía con la prerrogativa de decidir
y mandar sobre la vida y los sueños de su cofrade. Alfredo siempre consintió
tal trato, por su carácter apacible y también por la evitación de conflicto con
el que él siempre había considerado su amigo. Pero esta actitud suya, surtía el
efecto contrario y reafirmaba al otro en
sus creencias e ínfulas. Incluso la mayoría
de las veces lo interpretaba como debilidad o cobardía del muchacho.
Pero
ahora, aquella relación que parecía ser perdurable e inalterable por siempre,
hacía algún tiempo que se había agriado sobremanera. Sin apenas darse cuenta,
había prendido en ellos la chispa de la discordia. Sutil y soterrada, pero
enconada y honda. Sus breves momentos de ocio; otrora la mayoría de las veces
festivo y alegres, se habían tornado desabridos y acres. La mayoría de los
itinerarios los hacían huraños y en silencio; sin apenas dirigirse la palabra.
Pero a pesar de todo, o quizá a raíz de ello,
la herida se enconaba con más virulencia cada día que pasaba. Más aun
cuando regresaban donde moraba el motivo
de la fiera animadversión que había nacido y crecido entre ellos.
Teresa
había amado a Alfredo desde que apenas eran unos chiquillos. Pero cuando la
pubertad despertó en ellos el deseo incontrolable y anhelo constante por estar
el uno junto al otro y procedieron a mantener algún que otro escarceo amoroso
de menor trascendencia. Siempre ambos, en el último momento habían intentado por
todos los medios sofocar aquel fuego que les consumía con inusitada insistencia. En definitiva, era el miedo
inculcado en ello desde la más tierna infancia lo que en cada ocasión había
frustrado la consumación de aquella
pasión vehemente que a diario les acuciaba. Pero también contribuyo a ello la
sensata madurez que ambos muchachos mostraros a la hora de evaluar los posibles
problemas que acarrearías sus actos. Tanto, que aquel reflexivo razonamiento,
al fin se antepuso a la excitación desmedida que despertaba en ellos el cuerpo
amado. Alfredo razonaba con Teresa de forma juiciosa, que la mayor parte de las
probables y posible nefastas
consecuencias que pudieran acarrear sus actos, caerían sobre ella. Por tanto,
él no estaba dispuesto a ver sufrir a su amada. Habrían de buscar una solución
para poder dar rienda suelta a su amor sin ningún tipo de cortapisa.
<<Se
fugarían y así los padres de ella habrían de consentir en su unión>>
Discernieron ambos amantes auspiciados por la intimidad cohibida de sus
caricias deseosas, arrumacos y besos clandestinos. Y el muchacho, como hombre
noble y de buen corazón que era. Sin doblez ni mala intención. Había contado
sus cuitas, sus inquietudes y sus más íntimos anhelos a su supuesto amigo y
compañero de trabajo.
Pero
Enrique, en vez de alegrarse de la felicidad del camarada, o colaborar en
hilvanar un plan para propiciar su dicha. La envidia ciega que había estado agazapada por siempre en su
pecho resentido; se desató en tropel. Como caballo aterrorizado y enloquecido. Y en el mismo
instante que supo de la posible y probable felicidad que su
compañero sentiría junto a
aquella muchacha y de sus anhelantes
proyectos para perpetuarla. Él la deseo con vehemencia para sí; con
ansia exacerbada. Pero al contrario que Alfredo, Enrique solo sentía un deseo
arrogante de ella; colmado de lubricidad
irracional y ciega. Era un insano apetito, concupiscente y ávido. Impelido por
la soberbia a la vez que por la exacerbada envidia que lo aguijoneaba de
continuo al pensar que la muchacha se fuera con Alfredo y no con él. Pensar en
que jamás podría poseerla por estar con
su odiado “amigo” le producía unos accesos de ira sorda que a veces le nublaba
el sentido. Pero la tendría, vamos si la tendría. <<Pensó
altanero>> Aunque para ello hubiera de oponerse con todos los medios a su
alcance al que él consideraba su subordinado y por tanto su inferior.
Alfredo
era de carácter sosegado y calmo. Conciliador y sensato hasta casi lo que la
mayoría confundía con una soterrada simpleza; hasta cobardía. Enrique por el
contrario era de un carácter orgulloso y difícil; irascible y voluble hasta
casi la vehemencia. Pero ante todo, era un taimado cobarde. Y como tal actuó…
-¡Oye
pelagatos! ¿Te has jodido ya a la tipa?
- preguntó Enrique en tono grosero e incisivo en uno de sus descansos.
En aquella ocasión, habían sido forzados a guarecerse de forma repentina de una
incipiente tormenta que le había sorprendido en un terreno abrupto y sumamente solitario y apartado.
-¡Escúchame
bien Enrique, no hables así de Teresa, ella se merece todo tu respeto!
–reconvino Alfredo siempre con su tono conciliador y de sentido común.
-¡Yo hablo de esa puta como me
sale de los cojones, mamarracho! –fue la cruel y altiva y ofensiva respuesta de
su cofrade.
La
tormenta se encontraba en su cenit. Y la lluvia comenzó a caer como si se
hubieran abierto los cielos. Las bestias asustadas y cohibidas intentaban
protegerse en cualquier recoveco o saliente de las rocas que los circundaban.
La
pendencia presagiada, se desató con saña; compitiendo en brío con la tormenta
que estaba desatada sobre ellos. Ambos se embistieron una y otra vez con
ferocidad ciega. El uno impelido por una ira sorda preñada de loca envidia. El
otro, lo hizo al sentir pisoteada la dignidad
de su amada al extremo. <<Enrique se había pasado de la
raya>>. Coligió Alfredo instantes antes de llegar a las manos con su
camarada. << La ofensa a él, quizá se la habría consentido, incluso
después de tanto agravios y menosprecio durante tanto tiempo. Pero ofender así
a la persona que tanto amaba. Eso nunca>>.
La
tormenta proseguía con su estruendo pavoroso. Y la lid de los muchachos, aunque
atenuado su estruendo por la tempestad, no le iba a la zaga. Ambos estaban
sobre una pequeña planicie rocosa donde el agua que caía corría con fuerza para
intentar encontrar un natural desagüe. Alfredo en un momento dado, dio la
espalda a Enrique; como intentando por todos los medios dar por concluida
aquella sin razón absurda. El resonar de un rayo y posterior estruendo del
trueno; atenuaron el ruido del arma al abrirse, y Alfredo sintió una punzada a
la altura de los riñones que él en un principio en su nobleza intrínseca, pesó
que habría sido pellizcado de Forma amigable por su colega para así sellar la
pretendida paz. Pero de imprevisto, observó la afilada punta del arma que le
salía por el pecho casi a la altura de
su corazón. Por donde comenzó a manar la sangre con profusión y furia. El
muchacho cayó de espalda sobre la laja anegada. Mirando con incredulidad y
sorpresa a su compañero de faena y por siempre su supuesto amigo. En breves
instantes comprendió lo que realmente había sucedido. La vida se le escapaba a
Alfredo a raudales, pero aún le quedaron fuerzas para emitir una premonitoria sentencia
contra su asesino: “Las gorgoritas que produce la lluvia al caer con esta
fuerza, serán testigos y acusadoras de mi muerte” Enrique prorrumpió en una carcajada gutural y
descreída. Cogió al que fuera su camarada de fatigas, ya cadáver, por ambos brazos
y sin miramiento y no sin esfuerzo; comenzó a arrastrarlo para deshacerse del
cuerpo. El agua torrencial borraría todo
tipo de huella; y la sabia de una cercana y profunda sima donde arrojó el
cadáver sin contemplaciones.
Todos,
familiares y conocidos, dieron por buena la versión de la desaparición de
Alfredo a causa de la terrible tormenta. Jamás se encontró el cuerpo.
El
tiempo paso y de forma inexorable fue borrando el recuerdo del muchacho.
Enrique cortejó a Teresa y estimulada y
casi obligada incluso por su propia familia,
al fin decidió unir su vida a la
de aquel hombre. La vida aconteció inexorable y vinieron los hijos. Y crecieron
y comenzaron a ayudar a su padre. Incluso a veces lo sustituían en las tareas
de trasiego de su negocio.
Por
tanto, Enrique había tiempos que se
quedaba junto a su esposa y la más pequeña de las hijas que a la sazón se
encontraba en un pueblo vecino en casa de los abuelos. Uno de aquellos días se
desató una terrible tormenta y ambos esposos coincidieron junto al amplio
ventanal contemplando el aguacero. De pronto, la lluvia amaino como por ensalmo
y, las gruesa gotas que continuaron
cayendo esparcidas, comenzaron a hacer gorgoritas en la encharcada explanada
que estaba frente a la casona. Al hombre se le dibujo una sonrisa apena
imperceptible, pero que no pasó desapercibida para su perspicaz compañera.
-¿De
qué te ríes? -preguntó ella como
distraída.
-¡De
nada mujer! ¡No te preocupes! –contestó él lacónico, dando a entender con un
gesto que no le apetecía proseguir con la cuestión.
Pero
ella no se dio por vencida. Ni aun convencida. Su intuición le decía que
aquella media sonrisa enigmática guardaba algún sombrío secreto. Y aquella
noche en el lecho, utilizó toda la sagacidad de que fue capaz. Y tras muchas
caricias, gemidos y promesas de
desenfreno libidinoso; fue sonsacando con paciencia y calma la naturaleza de
aquel oscuro secreto que con tanto celo
parecía querer guardar su cónyuge.
-¿Te
acuerdas de Alfredo? ¡No desapareció en la tormenta! –prosiguió el marido
lacónico pero con un tono un tanto jactancioso.
¡Yo lo maté y arroje su cuerpo a una sima apartada y profunda! –confesó
el consorte en el letargo que sucedió al intenso e inenarrable placer al que
había sido transportado aquella noche, de forma incompresible para él, por su
entregada y solícita pareja. Ella siempre se había limitado a entregarse a él
con sumisión en un acto instintivo con fin procreador y ahora…
Teresa
abrió unos ojos como platos. Pero se cuidó mucho de que su marido viera su
semblante. Con la excusa de que estaba cansada se dio la vuelta en la cama y
simulo estar dormida. Pero no lo estaba. Su cabeza era un hervidero de
dudas… Ella siempre lo había intuido en
lo más hondo de su corazón. Pero ahora la confirmación de su siempre soterrada
sospecha, con la confesión del autor material de aquel execrable crimen; la
ponía en un brete difícil de digerir y
de aceptar. Aquello era superior y más abominable de todo lo que alguna vez
había pasado por su intuitiva imaginación. Su marido al calor del goce
inopinado, le había confesado su crimen con todo lujo de detalles. A Teresa se
le estremecía el abdomen y de pronto una opresión como si una gigantesca mano
le apretara el estómago amenazó con hacerla echar hasta la bilis…
Se
quedó mirando en la lontananza donde se adivinaba la serranía por donde ahora transitarían sus hijos y en la
que en su día… Su marido al día siguiente de haberle confesado su secreto, de
forma inexplicable se había entregado a la autoridad y confesado su horrible
crimen. De vez en cuando, el fulgor de
un relámpago lejano parecía querer recortar el agreste perfil de las lejanas
montañas. En la quietud de la noche silente, comenzó a oírse un rumor distante
que parecía querer traerle a ella un mensaje. Incluso creyó oír que le
susurraba la brisa. De pronto, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza y
luego que su febril imaginación de persona sensual y sensible se liberó de ataduras
y echó a volar. Teresa comenzó a soñar. Y soñó como hubiera sido si aquellos
hijos suyos los hubiera engendrado con el ser amado. Y sin ella proponérselo; ni sospecharlo siquiera, su
cuerpo comenzó a vibrar y agitados y
entrecortados gemidos comenzaron a escapar de forma incontrolada de su laringe
y espasmos a cortos intervalos recorrieron su anatomía toda; dejándola arrodillada exhausta y saciada de
goce. Ella intento incorporarse llena de vergüenza y de miedo por si alguien la
hubiera escuchado. <<Jamás había sentido una sensación semejante a esta
que ahora había experimentado soñando con el ser amado>> Pensó cohibida.
Y también sintió vergüenza y miedo por ello. Pero la brisa con su melodía calma
la tranquilizó al instante y le susurró despacio y quedo al oído: “Te amé, te
amo, y te amare por siempre”
Las
gorgoritas de la lluvia, habían cumplido con fidelidad su cometido de desvelar
y hacer pagar aquel terrible crimen.
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