A Yolanda le sudaban las manos.
Era su estreno en sala con público, y no podía evitar esa extraña sensación de
vulnerabilidad frente a los demás. En su pensamiento la pequeña Sara, a la que
tuvo que dejar en el jardín de infancia durante este nuevo período de su vida. Tras
inscribirse en un curso de Artes Plásticas, el programa de inserción laboral le
daba una oportunidad para salir adelante. Atrás quedaban los aciagos días de su
difícil convivencia con Damián. Su historia de amor se truncó nada más anunciarle
su inesperado embarazo. Luego, la forzada boda, más tarde las desavenencias
conyugales. El día que le levantó la mano la primera vez, sujetó con fuerza su
barriga, y le prometió a su hija nonata que nunca nadie le haría daño. La orden
de alejamiento y el piso tutelado fueron su salvación. Dura vida para sus
veintidós primaveras.
—Vamos,
que tú puedes —le animó Joaquina, mientras le colocaba el cuello de la camisa—.
Si no muerden. Tú solo tienes que mirarles a la cara con un poco de mala leche
y señalarles la raya en el suelo, verás como así dan un paso atrás. Y atenta a
los japoneses, que se hacen los tontos y parece que no entendieran la palabra
«flash».
Joaquina
sabía de lo que hablaba, no en vano llevaba casi veinte años recorriendo las
salas del Museo del Prado. La labor de vigilancia le era innata, antes había
trabajado en seguridad privada. Fue una de las primeras en conducir un furgón
blindado, recorriendo sucursales bancarias. Nunca se arredró, y mira que en más
de una ocasión los amigos de lo ajeno trataron de ponérselo difícil. El día que
tuvo que usar su arma por primera vez se dio cuenta de que sería el último que
ceñiría la cartuchera.
El
intercomunicador vomitó la protocolaria frase de cada mañana: «Personal, acuda
a recepción». Allí les esperaba Benito, el jefe de vigilantes, más estirado que
un palo, y con cierto aire de suficiencia les soltó la perorata habitual:
—Ni una sola
foto en sala, seguimiento especial para los asiáticos, que no sueltan el móvil
así los maten. Jero, todas las mochilas en las taquillas. Ya sabéis lo que pasó
en el Rijksmuseum, no quiero salir en los periódicos. Y por favor, cuando las
salas se vayan llenando, vamos moviendo al personal, con delicadeza, pero que
circulen. Hoy tenemos varios grupos de escolares, no quisiera encontrarme algún
que otro chicle donde no debiera estar, atentos a esas pequeñas manitas… —dijo
mientras agitaba las manos en un gesto infantil que provocó una contenida
hilaridad.
El personal se
dispersó por el edificio. Benito se quedó mirando a Yolanda. Le espetó un
«hazte cargo de la nueva» a Joaquina, y se marchó a paso raudo.
La mañana
estaba siendo tranquila, Yolanda era la sombra de Joaquina —más bien su silueta
estilizada, no conseguía quitarse esos kilos de más—, siguiendo sus consejos e
indicaciones. Hasta que llegó el mensaje: «Stendhal. Repito, Stendhal en sala
de Velázquez». La joven miró a su mentora con estupor, debía ser algún código
interno que no le habían explicado.
—Anda, corre,
ve tú, que yo no puedo dejar esta sala, mira como está de gente…
Atendió
solicita a la petición, y con premura se presentó allí. Se encontró con un
grupo de gente formando un círculo. En su interior, Jaime atendía a una joven
de tez blanquecina, de mirada perdida y con ligeras convulsiones.
—¿Pero qué haces
ahí parada? Vamos, dispersa a esta gente, esto no es una performance. ¿Y dónde
coño está la camilla? —le espetó el compañero. Yolanda se quedó de piedra, sin
capacidad de reacción. De inmediato llego Jero y se encargaron entre los dos de
llevarla a la enfermería.
Más tarde,
durante el descanso, la novata sorbía su café en silencio mientras escuchaba
los comentarios.
—Hacía tiempo
que no teníamos un Stendhal, ¿verdad? —comentó Jero mientras introducía las
monedas en la máquina—. Menos mal que estabas cerca, Jaime.
—Si es que lo
estaba viendo venir —contestó el aludido—. La guiri ya entró en la sala
renqueante, la observé cómo se aproximaba a Las
Meninas con los brazos extendidos, luego se los llevó a la cabeza, y se puso a lanzar alaridos en su
idioma. Empezó a agitarse, hasta que le dio el arrebato y se fue redonda al
suelo.
—Yo estuve
trabajando una temporada en Barcelona. Tal era la impresión que les causaba a
los japoneses la Sagrada Familia que caían como moscas. La verdad es que
aquello es acojonante de bonito…
—Nada
comparado a las maravillas de Florencia —agregó Benito, que se unió a la
reunión—. En mis años allí, anda que no vimos gente con el síndrome, salíamos a
uno por semana, mínimo.
A Yolanda le
parecía que hablaban en clave. ¿Qué síndrome era ese? No se atrevió a
preguntar, pero debieron notar la extrañeza en su cara.
—Creo que
deberíamos poner en antecedentes a la compañera, porque vaya susto se ha
llevado, la pobrecita —dijo la veterana.
—Stendhal era
un novelista francés —tomo la iniciativa Benito—, que en uno de sus viajes a
Italia, en concreto a mi amada Florencia, quedó extasiado ante la contemplación
de tanta belleza. En su periplo por museos, lugares pintorescos e iglesias,
cuando salió de la Santa Croce, el
hombre estaba tan emocionado que sufrió palpitaciones, mareos, incluso
alucinaciones.
—Es lo que
llaman «síndrome de Stendhal» —agregó Jaime—. No es muy habitual, pero hay
gente que es especialmente sensible ante la contemplación de cuadros,
esculturas, conjuntos arquitectónicos que puede tener idealizados. Y después de
recorrer grandes distancias para ser testigos de esta belleza, su mente y su
cuerpo reaccionan de forma descontrolada.
—Pero qué bien
te explicas, maestro —apuntilló Jero, al que no le faltaba razón, porque Jaime
era doctor en Historia del Arte.
Meses más
tarde, con el aplomo infundido por la jubilada Joaquina, Yolanda tomó la
iniciativa al recordar aquella primera lección:
—¡Atención,
compañeros! Stendhal en sala de las majas.
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