viernes, 30 de abril de 2021

STENDHAL, por Pedro Pastor Sánchez



A Yolanda le sudaban las manos. Era su estreno en sala con público, y no podía evitar esa extraña sensación de vulnerabilidad frente a los demás. En su pensamiento la pequeña Sara, a la que tuvo que dejar en el jardín de infancia durante este nuevo período de su vida. Tras inscribirse en un curso de Artes Plásticas, el programa de inserción laboral le daba una oportunidad para salir adelante. Atrás quedaban los aciagos días de su difícil convivencia con Damián. Su historia de amor se truncó nada más anunciarle su inesperado embarazo. Luego, la forzada boda, más tarde las desavenencias conyugales. El día que le levantó la mano la primera vez, sujetó con fuerza su barriga, y le prometió a su hija nonata que nunca nadie le haría daño. La orden de alejamiento y el piso tutelado fueron su salvación. Dura vida para sus veintidós primaveras.

            —Vamos, que tú puedes —le animó Joaquina, mientras le colocaba el cuello de la camisa—. Si no muerden. Tú solo tienes que mirarles a la cara con un poco de mala leche y señalarles la raya en el suelo, verás como así dan un paso atrás. Y atenta a los japoneses, que se hacen los tontos y parece que no entendieran la palabra «flash».

            Joaquina sabía de lo que hablaba, no en vano llevaba casi veinte años recorriendo las salas del Museo del Prado. La labor de vigilancia le era innata, antes había trabajado en seguridad privada. Fue una de las primeras en conducir un furgón blindado, recorriendo sucursales bancarias. Nunca se arredró, y mira que en más de una ocasión los amigos de lo ajeno trataron de ponérselo difícil. El día que tuvo que usar su arma por primera vez se dio cuenta de que sería el último que ceñiría la cartuchera.

            El intercomunicador vomitó la protocolaria frase de cada mañana: «Personal, acuda a recepción». Allí les esperaba Benito, el jefe de vigilantes, más estirado que un palo, y con cierto aire de suficiencia les soltó la perorata habitual:

—Ni una sola foto en sala, seguimiento especial para los asiáticos, que no sueltan el móvil así los maten. Jero, todas las mochilas en las taquillas. Ya sabéis lo que pasó en el Rijksmuseum, no quiero salir en los periódicos. Y por favor, cuando las salas se vayan llenando, vamos moviendo al personal, con delicadeza, pero que circulen. Hoy tenemos varios grupos de escolares, no quisiera encontrarme algún que otro chicle donde no debiera estar, atentos a esas pequeñas manitas… —dijo mientras agitaba las manos en un gesto infantil que provocó una contenida hilaridad.

El personal se dispersó por el edificio. Benito se quedó mirando a Yolanda. Le espetó un «hazte cargo de la nueva» a Joaquina, y se marchó a paso raudo.

La mañana estaba siendo tranquila, Yolanda era la sombra de Joaquina —más bien su silueta estilizada, no conseguía quitarse esos kilos de más—, siguiendo sus consejos e indicaciones. Hasta que llegó el mensaje: «Stendhal. Repito, Stendhal en sala de Velázquez». La joven miró a su mentora con estupor, debía ser algún código interno que no le habían explicado.

—Anda, corre, ve tú, que yo no puedo dejar esta sala, mira como está de gente…

Atendió solicita a la petición, y con premura se presentó allí. Se encontró con un grupo de gente formando un círculo. En su interior, Jaime atendía a una joven de tez blanquecina, de mirada perdida y con ligeras convulsiones.

—¿Pero qué haces ahí parada? Vamos, dispersa a esta gente, esto no es una performance. ¿Y dónde coño está la camilla? —le espetó el compañero. Yolanda se quedó de piedra, sin capacidad de reacción. De inmediato llego Jero y se encargaron entre los dos de llevarla a la enfermería.

Más tarde, durante el descanso, la novata sorbía su café en silencio mientras escuchaba los comentarios.

—Hacía tiempo que no teníamos un Stendhal, ¿verdad? —comentó Jero mientras introducía las monedas en la máquina—. Menos mal que estabas cerca, Jaime.

—Si es que lo estaba viendo venir —contestó el aludido—. La guiri ya entró en la sala renqueante, la observé cómo se aproximaba a Las Meninas con los brazos extendidos, luego se los llevó a  la cabeza, y se puso a lanzar alaridos en su idioma. Empezó a agitarse, hasta que le dio el arrebato y se fue redonda al suelo.

—Yo estuve trabajando una temporada en Barcelona. Tal era la impresión que les causaba a los japoneses la Sagrada Familia que caían como moscas. La verdad es que aquello es acojonante de bonito…

—Nada comparado a las maravillas de Florencia —agregó Benito, que se unió a la reunión—. En mis años allí, anda que no vimos gente con el síndrome, salíamos a uno por semana, mínimo.

A Yolanda le parecía que hablaban en clave. ¿Qué síndrome era ese? No se atrevió a preguntar, pero debieron notar la extrañeza en su cara.

—Creo que deberíamos poner en antecedentes a la compañera, porque vaya susto se ha llevado, la pobrecita —dijo la veterana.

—Stendhal era un novelista francés —tomo la iniciativa Benito—, que en uno de sus viajes a Italia, en concreto a mi amada Florencia, quedó extasiado ante la contemplación de tanta belleza. En su periplo por museos, lugares pintorescos e iglesias, cuando salió de la Santa Croce, el hombre estaba tan emocionado que sufrió palpitaciones, mareos, incluso alucinaciones.

—Es lo que llaman «síndrome de Stendhal» —agregó Jaime—. No es muy habitual, pero hay gente que es especialmente sensible ante la contemplación de cuadros, esculturas, conjuntos arquitectónicos que puede tener idealizados. Y después de recorrer grandes distancias para ser testigos de esta belleza, su mente y su cuerpo reaccionan de forma descontrolada.

—Pero qué bien te explicas, maestro —apuntilló Jero, al que no le faltaba razón, porque Jaime era doctor en Historia del Arte.

Meses más tarde, con el aplomo infundido por la jubilada Joaquina, Yolanda tomó la iniciativa al recordar aquella primera lección:

—¡Atención, compañeros! Stendhal en sala de las majas.

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