lunes, 29 de marzo de 2021

PARA ELISA, por Pedro Pastor Sánchez.

 


Acurrucada en aquel incómodo sillón de hospital, Elisa aprovechó el interín entre merienda y cena para cerrar un rato los ojos. Le pudo el agotamiento y finalmente acabó dando una generosa cabezada. Se despertó con más ánimo, tal vez espoleada por las imágenes placenteras que impregnaron su mente durante el sopor.

Parecía que lo estaba viendo, tal como lo recordaba con cincuenta años menos, con su camisa desabotonada, mostrando un remolino de fino pelo en el pecho, con el que pretendía impresionar a las féminas de la pandilla. Cuando se conocieron eran apenas unos chiquillos. Sus padres habían heredado la casa de los abuelos en el pueblo, y aunque solo fuera porque no se cayera a pedazos, decidieron arreglarla y pasar allí  fines de semanas esporádicos. Luego le cogieron el gusto a permanecer largas temporadas vacacionales, más barato que un hotel y con todas las ventajas para evadirse del estrés de la urbe.

No recordaba si la primera vez que vio a Ángel fue en la tienda de ultramarinos o en la de chuches, junto a la iglesia. Tampoco es que le hiciera mucho caso por aquella época. Una chica desgarbada, algo patizamba, con largas coletas, tres años menor, no entraba precisamente en los planes de aquel mozalbete para pasar un rato divertido. Otra cosa ya fue cuando el patito feo se convirtió en cisne. Las hormonas hicieron su trabajo y Elisa se mostró aquel verano en la piscina en todo su voluptuoso esplendor. A través de su amiga Clara, a la sazón prima de Ángel, los encuentros, siempre en pandilla, se convirtieron en diarios. Ya sus amigas le tiraban pullitas a los tortolitos, pero ella se hacía la digna y decía que no quería líos hasta que no terminara sus estudios. Error. Una noche terminaron enrollándose en el cine de verano que montaban en el frontón de la escuela.

Ángel no destacaba precisamente por la finura de sus maneras, pero era un chico noble y de trato amable, que se esforzaba por agradar. En sus largas charlas estivales junto al paredón de la ermita, Elisa le confesó su gusto por la literatura romántica. Se pasaba las horas muertas leyendo a Brontë, Austen, Keats o Byron. Le fascinaba el vocabulario exuberante y melancólico, y esa forma tan pasional de vivir las relaciones personales. En una de esas plácidas tardes sin siesta, el chico le sorprendió con su particular versión, algo atropellada y con versos perdidos, de la «Canción del pirata», de Espronceda. Fue solo el aperitivo de lo que vendría. La última tarde de aquel estío, lleno de caricias y besos adolescentes, la amenizó, justo en la despedida, con un sentido recital del poema de Keats «A la soledad».

Soledad provisional, pues ya nunca se separarían.

 

Elisa aprovechó la generosidad y sacrificio de sus padres, y en aquel piso de estudiantes, bajo la perdida mirada de una reproducción de «El caminante sobre el mar», de Friedrich, y al compás del «Para Elisa», de Beethoven, o las notas de Chopin, Wagner o Schubert, se sacó, no sin esfuerzo, la carrera de Historia del Arte.

Mientras, Ángel intentaba labrarse un futuro. Lo suyo no era darle a los codos, de hecho, no llegó a terminar el instituto. Su tío Juan lo embarcó en su empresa de reformas, que poco a poco fue creciendo, dando el salto a la construcción de chalets de lujo en las zonas más cotizadas de la capital. Sus encuentros en los parques, los fines de semana, eran tórridos y apasionados, y pronto empezaron a pensar en proyectos de convivencia.

Con tan solo veinticuatro años, Elisa se arrodilló, vestida de blanco, en el crucero de la iglesia. Un año después nació su primer vástago, al que seguirían dos más, en un breve lapso de tiempo. Se habían instalado en un céntrico pisito frente al Museo del Romanticismo, el negocio del ladrillo les había proporcionado un holgado colchón económico.

Las pretensiones laborales de Elisa quedaron truncadas con la maternidad. También sus expectativas al respecto de su vida matrimonial. Cada vez las ausencias de Ángel eran más largas, los viajes más frecuentes y distantes. El único detalle romántico, por decir algo, que su cónyuge le brindaba por su aniversario, era una rosa —las más de las veces enviada por mensajero—, y anexa una nota manuscrita con letra torpe e indecisa: Para Elisa.

Pasaron los años, también las infidelidades no confesadas y enterradas bajo un silencio opaco, le acobardó romper con todo sin tener a qué aferrarse. Y mientras sus hijos crecían ajenos a la melancolía que le corroía, ella decidió pasar sus mañanas en el museo que observaba por las ventanas. Allí se refugiaba y olvidaba, por un rato, la monotonía de su anodina existencia, dando rienda suelta a su imaginación componiendo una ucronía perfecta de su propia vida. En aquellas paredes, muebles, cuadros, objetos, se respiraba el aroma de otra época, otros valores, vivencias que le hubiesen gustado experimentar, sentir, disfrutar.

Fue el propio personal del museo, con el que forjó amistad a lo largo de tantos años, el que le animó a postular su candidatura al puesto vacante dejado por Genaro, que se acababa de jubilar. Cumplía todos los requisitos, y la verdad es que ya nada hacía en una casa vacía, sus hijos volaron buscando su propio rumbo. Incluso Ángel, para su propia extrañeza, le exhortó a hacerlo cuando se lo comentó. Fueron los mejores años de su vida, le encantaba explayarse con los visitantes.

 

Ahora que apretaba con fuerza la mano de Ángel, cuando los estertores se lo arrebatarían en cuestión de minutos, rememoró aquel remoto pasaje juvenil, recitando de nuevo a su querido Keats:

 

Esta mano viviente, ahora tibia y capaz
De agarrar firmemente, si estuviera fría
Y en el silencio helado de la tumba,
De tal modo hechizaría tus días y congelaría tus sueños
Que desearías tu propio corazón secar de sangre
Para que en mis venas roja vida corriera otra vez,
Y tú aquietar tu consciencia —la ves, aquí esta—
La sostengo frente a ti.

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