Hubo un aullido, a lo lejos. Piafaron
las monturas en el acto. Ernest tuvo un mal presentimiento. Los jinetes
acallaron a las yeguas y aminoraron el paso. Rudolph, el criado, abismó los
ojos: miró a poniente, hacia los picos que el ocaso oscurecía. Por encima de
las cumbres se cernían nubes turbias. De repente, efímeros fulgores de relámpago.
Primero distantes, luego más cerca.
Ni rastro del cierzo. Aquel
cielo compacto, ennegrecido, ejercía una presión casi física sobre el bosque. Sobre
los seres que habitaban en su entraña. Un peso oculto, inasible. El crepúsculo
tenía la textura onírica de un delirio. Ernest observó su languidez y su
grisura impenetrable, la noche que empezaba a consumarse al igual que la
tormenta. Su virulencia descargaba en lontananza. Se aproximaba inexorable,
amenazante. Nubes cerradas que velaban la visión, las hayas y el sendero.
Un bando de rapaces bajó al
prado para luego remontar a los roquedos. Formas oscuras en el aire. También se
protegían de la furia elemental, la cólera telúrica y celeste.
Entretanto, los árboles
caducos conspiraban con susurros ancestrales.
Llegó la lluvia, torrencial. Los
goterones resbalaron por los cuerpos de los hombres como un temblor desolado.
Estremeció el bosque otro
aullido. Atávico y agudo, muy prolongado. Tornaron los relinchos de las yeguas.
Protestas de pavor. Ernest sintió una inquietud vecina a la angustia. Quiso
rezar con los rescoldos de su fe.
—¡Debemos guarecernos, mi
señor!
Salieron al galope,
atravesando el aguacero y la penumbra. Fantasmas enlodados. Espectros de agua y
barro. Llovía sin tregua, millares de cántaros. Crecían los arroyos y torrentes
con increíble desmesura. El cielo era un confín emborronado. La tierra un charco
inmenso. El mundo, un cuadro sumergido en tinta china, sin límites concretos.
Luego de un tiempo sin tiempo,
salieron a un claro y, ya en campo abierto, tomaron un camino cenagoso que era
afluente a la deriva. Las aguas turbulentas culebreaban pendiente abajo, hacia
un valle de espesura verdinegra, muriendo en la ribera desbordada de un arroyo.
—¡Allí! ¡Allí, señor! ¡Mire!
¡Son luces!
Los trotes de aguazal se
fueron haciendo lentos hasta la quietud. Al fin llegaron a lo que parecía una
aldea. Un sitio decadente, asilvestrado, con casas que eran ruinas. A esas horas
y con semejante temporal no se veía ni un alma. Al fondo, sobre la torre de la
iglesia, o lo que antaño fue una iglesia, las sacudidas de los truenos cuajaban
el aire de un temblor frío.
Aquel pueblo había perdido su
juventud hacía mucho tiempo.
Y entonces escuchó la melodía.
Rozar de arcos y cuerdas. La trémula caricia de un cuarteto acompasado: violines,
viola y chelo. Fusión ambigua, agitada, resonante. Al principio, Ernest creyó
que era un engaño de su mente. Pero las notas eran reales. Acordes que llegaban
a su oído de pianista y que sonaban cual reclamo de sirenas. La música ejercía
como imán. Lo arrastraba de manera inexorable. Lo atrapaba en su cadencia de
armonías. Ernest Ligeti, excelso compositor, no salía de su asombro. Se hallaba
arrobado por la vivencia sonora, la cualidad turbadora, desconocida, de aquella
partitura.
—¡Aprisa, Rudolph! ¡Entremos
en la iglesia!
Apersogaron las monturas a dos
árboles sin hojas, reliquia de ejemplares extinguidos. Dentro del templo, modesta
parroquia de piedra desnuda y altar semivacío, la atmósfera era dudosa. El seno
de la nave sugería espacios etéreos, lugares fuera de las leyes naturales, del
tiempo, de los hombres y de Dios.
A excepción de los intérpretes,
no había ningún espectador. Sin público asistente a aquel concierto (o al
ensayo previo al concierto). Porque, a tenor del escenario, allí se celebraba
un recital: atriles impolutos, el frac de los músicos, velones alumbrando
partituras, los instrumentos lustrosos… El cuarteto no detuvo sus acordes ni su
tempo. Con pasmo creciente, señor y
criado tomaron asiento en un banco carcomido por larvas microscópicas.
Tras dos movimientos, largo y andante, el concierto se remató con un fogoso allegro. Afuera se sucedían los relámpagos, los truenos y el
diluvio.
Ligoti se levantó de su
asiento y aplaudió a rabiar… justo antes de caer desplomado sobre una lápida de
piedra ennegrecida. Después la penumbra lo rodeó todo…
Cuando al fin recobró la conciencia,
Rudolph estaba a su lado, lívido como la cera.
El mundo amanecía con las
huellas aún recientes del intenso chaparrón. La iglesia, como el resto de la
aldea, era un mudo camposanto. No hallaron signo humano por el pueblo. Ernest
se precipitó al altar, ahora vacío por entero, llamó a gritos a los músicos… Sólo
silencio y su voz rota rebotando en las columnas…
Pero su mente musical no se
olvidó de lo escuchado. Y decidió reescribir el concierto; los tres
movimientos; nota a nota. Su genio creativo fue registrando los detalles
armónicos, la turbadora melodía. Se encerró en su gabinete, a solas con el
piano. Desplegado sobre el atril, papel pautado, tintero y pluma.
Pasó el tiempo. Semanas, meses
enteros de trabajo febril, minucioso y obsesivo. Subyugado por la fuerza oscura
e indómita de aquel flujo sonoro, sumido en trance artístico, Ligoti recompuso
cada tiempo del cuarteto.
Luego vinieron los ensayos.
Los músicos que habrían de interpretarla.
Por fin llegó el gran día.
La noche del estreno, en la
sala de conciertos no cabía un alfiler. Lleno absoluto. Verdadera expectación
entre la gente congregada.
El público quedó prendido del
sonido, de la candencia, del efecto de la urdimbre entre las cuerdas.
Concluían los violines el
allegro mientras la viola iba alargando un do grave y el chelo percutía en pizzicato dos corcheas, para abocar,
como remate, una redonda doliente: final de la obra.
Arrancaron los aplausos entusiastas…
Mas al punto se asfixiaron. Surgieron gritos de socorro. Del patio de butacas.
De la platea. De los palcos. De todas partes. Aullidos de terror…
Simultáneamente, los cuatro
instrumentistas fallecieron fulminados.
En ese instante, una figura
entró en la sala para exigir lo que era suyo por derecho, su aplauso merecido
por tan magna partitura, la música brotada de sus manos descarnadas. Su lúgubre
reclamo.
Hubo un quinto fallecido. El
afamado compositor que se precipitó al vacío desde el palco de honor. Ernest
Ligoti, reescritor del cuarteto, cayó en la trampa invocatoria de La Muerte.
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