lunes, 29 de marzo de 2021

CUARTETO PARA CUERDAS, por Eduardo Moreno Alarcón.

 


Hubo un aullido, a lo lejos. Piafaron las monturas en el acto. Ernest tuvo un mal presentimiento. Los jinetes acallaron a las yeguas y aminoraron el paso. Rudolph, el criado, abismó los ojos: miró a poniente, hacia los picos que el ocaso oscurecía. Por encima de las cumbres se cernían nubes turbias. De repente, efímeros fulgores de relámpago. Primero distantes, luego más cerca.

Ni rastro del cierzo. Aquel cielo compacto, ennegrecido, ejercía una presión casi física sobre el bosque. Sobre los seres que habitaban en su entraña. Un peso oculto, inasible. El crepúsculo tenía la textura onírica de un delirio. Ernest observó su languidez y su grisura impenetrable, la noche que empezaba a consumarse al igual que la tormenta. Su virulencia descargaba en lontananza. Se aproximaba inexorable, amenazante. Nubes cerradas que velaban la visión, las hayas y el sendero.

Un bando de rapaces bajó al prado para luego remontar a los roquedos. Formas oscuras en el aire. También se protegían de la furia elemental, la cólera telúrica y celeste.

Entretanto, los árboles caducos conspiraban con susurros ancestrales.

Llegó la lluvia, torrencial. Los goterones resbalaron por los cuerpos de los hombres como un temblor desolado.

Estremeció el bosque otro aullido. Atávico y agudo, muy prolongado. Tornaron los relinchos de las yeguas. Protestas de pavor. Ernest sintió una inquietud vecina a la angustia. Quiso rezar con los rescoldos de su fe.

—¡Debemos guarecernos, mi señor!

Salieron al galope, atravesando el aguacero y la penumbra. Fantasmas enlodados. Espectros de agua y barro. Llovía sin tregua, millares de cántaros. Crecían los arroyos y torrentes con increíble desmesura. El cielo era un confín emborronado. La tierra un charco inmenso. El mundo, un cuadro sumergido en tinta china, sin límites concretos.

Luego de un tiempo sin tiempo, salieron a un claro y, ya en campo abierto, tomaron un camino cenagoso que era afluente a la deriva. Las aguas turbulentas culebreaban pendiente abajo, hacia un valle de espesura verdinegra, muriendo en la ribera desbordada de un arroyo.

—¡Allí! ¡Allí, señor! ¡Mire! ¡Son luces!

Los trotes de aguazal se fueron haciendo lentos hasta la quietud. Al fin llegaron a lo que parecía una aldea. Un sitio decadente, asilvestrado, con casas que eran ruinas. A esas horas y con semejante temporal no se veía ni un alma. Al fondo, sobre la torre de la iglesia, o lo que antaño fue una iglesia, las sacudidas de los truenos cuajaban el aire de un temblor frío.

Aquel pueblo había perdido su juventud hacía mucho tiempo.

Y entonces escuchó la melodía. Rozar de arcos y cuerdas. La trémula caricia de un cuarteto acompasado: violines, viola y chelo. Fusión ambigua, agitada, resonante. Al principio, Ernest creyó que era un engaño de su mente. Pero las notas eran reales. Acordes que llegaban a su oído de pianista y que sonaban cual reclamo de sirenas. La música ejercía como imán. Lo arrastraba de manera inexorable. Lo atrapaba en su cadencia de armonías. Ernest Ligeti, excelso compositor, no salía de su asombro. Se hallaba arrobado por la vivencia sonora, la cualidad turbadora, desconocida, de aquella partitura.

—¡Aprisa, Rudolph! ¡Entremos en la iglesia!

Apersogaron las monturas a dos árboles sin hojas, reliquia de ejemplares extinguidos. Dentro del templo, modesta parroquia de piedra desnuda y altar semivacío, la atmósfera era dudosa. El seno de la nave sugería espacios etéreos, lugares fuera de las leyes naturales, del tiempo, de los hombres y de Dios.

A excepción de los intérpretes, no había ningún espectador. Sin público asistente a aquel concierto (o al ensayo previo al concierto). Porque, a tenor del escenario, allí se celebraba un recital: atriles impolutos, el frac de los músicos, velones alumbrando partituras, los instrumentos lustrosos… El cuarteto no detuvo sus acordes ni su tempo. Con pasmo creciente, señor y criado tomaron asiento en un banco carcomido por larvas microscópicas.

Tras dos movimientos, largo y andante, el concierto se remató con un fogoso allegro. Afuera se sucedían los relámpagos, los truenos y el diluvio.

Ligoti se levantó de su asiento y aplaudió a rabiar… justo antes de caer desplomado sobre una lápida de piedra ennegrecida. Después la penumbra lo rodeó todo…

Cuando al fin recobró la conciencia, Rudolph estaba a su lado, lívido como la cera.

El mundo amanecía con las huellas aún recientes del intenso chaparrón. La iglesia, como el resto de la aldea, era un mudo camposanto. No hallaron signo humano por el pueblo. Ernest se precipitó al altar, ahora vacío por entero, llamó a gritos a los músicos… Sólo silencio y su voz rota rebotando en las columnas…

 Ernest recordaría siempre aquel instante como magia envuelta en sombras y sonidos. Nunca, ni antes ni después, escucharía nada igual.

Pero su mente musical no se olvidó de lo escuchado. Y decidió reescribir el concierto; los tres movimientos; nota a nota. Su genio creativo fue registrando los detalles armónicos, la turbadora melodía. Se encerró en su gabinete, a solas con el piano. Desplegado sobre el atril, papel pautado, tintero y pluma.

Pasó el tiempo. Semanas, meses enteros de trabajo febril, minucioso y obsesivo. Subyugado por la fuerza oscura e indómita de aquel flujo sonoro, sumido en trance artístico, Ligoti recompuso cada tiempo del cuarteto.

Luego vinieron los ensayos. Los músicos que habrían de interpretarla.

Por fin llegó el gran día.

La noche del estreno, en la sala de conciertos no cabía un alfiler. Lleno absoluto. Verdadera expectación entre la gente congregada.

El público quedó prendido del sonido, de la candencia, del efecto de la urdimbre entre las cuerdas.

Concluían los violines el allegro mientras la viola iba alargando un do grave y el chelo percutía en pizzicato dos corcheas, para abocar, como remate, una redonda doliente: final de la obra.

Arrancaron los aplausos entusiastas… Mas al punto se asfixiaron. Surgieron gritos de socorro. Del patio de butacas. De la platea. De los palcos. De todas partes. Aullidos de terror…

Simultáneamente, los cuatro instrumentistas fallecieron fulminados.

En ese instante, una figura entró en la sala para exigir lo que era suyo por derecho, su aplauso merecido por tan magna partitura, la música brotada de sus manos descarnadas. Su lúgubre reclamo.

Hubo un quinto fallecido. El afamado compositor que se precipitó al vacío desde el palco de honor. Ernest Ligoti, reescritor del cuarteto, cayó en la trampa invocatoria de La Muerte.

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