Aquella tarde de diciembre las novedades se atropellaban unas a otras. Las agencias no dejaban de escupir noticias acerca de la incidencia de la pandemia, o de casos de personas anónimas que dejaban testimonio de historias tan duras que costaba creer que estaban ocurriendo aquí y ahora, ante nuestras narices. La muerte acechaba en residencias y hospitales, las colas del hambre se hacían más y más largas cada día, el desempleo estaba desbocado. La incertidumbre, en definitiva, se apoderaba de todos, sin excepción, nadie saldría indemne de esta masacre.
Para Samuel la jornada había sido caótica. Fue de reunión en reunión, tratando de exprimir a sus redactores. La competencia era dura, costaba mucho conseguir un clic, pero tampoco había que caer en el amarillismo o sensacionalismo. Ser director de un periódico digital podría ser una de las tareas más excitantes del mundo, pero aquel día, aquel precisamente, maldijo la hora en que se le ocurrió estudiar periodismo.
Todavía tenía que redactar un editorial. Era una vieja práctica que conservaba de su paso por algunos periódicos de tirada nacional. En las redes ya no era habitual, pero se reservaba ese espacio para decir lo que algunos tal vez no se atrevían, más de una crítica le llovió. Es lo que pasa por bajar al barro, por meter el dedo en la llaga.
Dijo a su secretaria que no le molestaran en la próxima hora, necesitaba tomar distancia, poner en orden sus ideas. Pero antes, de forma mecánica, abrió su correo electrónico, no le había dado tiempo a consultarlo en todo el día con tanto trajín. Con la mirada hizo un barrido en zigzag, comprobando remitentes y asuntos. «Joder, Fran, otra vez», exclamó cuando vio el mensaje de uno de sus redactores noveles. «Mira que le he dicho veces que no me envíe a mí sus crónicas, que para eso está el Redactor Jefe». Sin pensarlo, buscó el icono de Reenviar, y estaba a punto de presionarlo y terminar la revisión de correos cuando atendió al asunto del correo: «Primera plana».
Seguramente fue ese instinto de reportero que todavía le recorría las venas el que le indujo a abrir el mensaje. Mil veces le había dicho el bisoño aprendiz de periodista que no pararía hasta que algún día colara una de sus noticias en primera plana. No era mal chico, algo acelerado, bríos propios de la edad, le ponía interés y muchas ganas. Le dio una oportunidad, tal vez inmerecida por la mala vida que dio a sus padres en una juventud convulsa. Coqueteo con las drogas, malas compañías, paternidad adolescente. Pero el trabajo le centró.
«Cuando todo el mundo tiene el foco puesto en las
consecuencias directas de la pandemia, pequeñas tragedias ocurren, a diario, en
hogares anónimos, Efectos colaterales de esta hecatombe a nivel global que se
suman a las ya resquebrajadas vidas de
algunas personas. L.G.M. nunca pensó que su vida daría un giro tan
dramático en tan poco tiempo. Madre de una criatura de apenas cuatro años, esta
joven perdió la vida en la madrugada de hoy. Seguramente su historia pasaría
desapercibida si no fuese porque este reportero fue testigo presencial de lo
ocurrido.»
Samuel se quedó atónito. Si pretendía llamar su atención, lo había conseguido. Pero no acertaba a entender por qué no le había llamado si se había visto involucrado en algo así. Antes de ponerse a contar la historia en un medio, seguro que policía, primero, y luego jueces, tendrían que tomarle declaración. No era la primera vez que un periodista de su equipo se veía envuelto, por casualidad, en hechos que luego terminaban en tragedia. Por eso sabía muy bien que estos temas había que tratarlos con rigor, precisamente para no entorpecer la labor
Marcó el teléfono de Fran, pero lo tenía apagado. Llamó a su madre, y preguntó por el muchacho.
—No sé nada de él desde ayer a mediodía. Estaba bastante ofuscado, creo que volvió a pelearse con Lucía. Estos dos siempre andan a la gresca. Pero, ¿es que pasa algo?
Tragó saliva antes de contestar. En realidad, no estaba seguro, tal vez se había precipitado llamando. Lo mismo debería haber seguido leyendo el artículo antes de preocupar a nadie.
—No, no pasa nada —mintió—, es solo que quería comentar algo con él, no he tenido tiempo en todo el día. Adiós.
«Los vecinos ya
estaban acostumbrados a los golpes y portazos, a los reproches a deshoras, al
llanto desconsolado de la infantil víctima de tanta incomprensión. La joven
pareja pasaba por una etapa difícil en su relación. Él no se resignaba a no
poder ver a su hijo cuando quisiese, en más de una ocasión había hecho caso omiso
del régimen de visitas. Luego llegó la orden de alejamiento.
Aun así, nada hacía presagiar que su cruda
historia terminaría de una forma violenta. Habían superado muchos obstáculos,
decidieron darse una oportunidad pensando en el bienestar de su retoño, así que
L.G.M. accedió a que ambos retomasen la convivencia en común. Ese fue su fatal
error, fiarse de una alimaña consumida por la rabia, el rencor y los celos.»
Llegado a este punto de la narración, el desconcierto del periodista era total. ¿Pero cómo se ha metido Fran en un lío como este? ¿Es que eran amigos suyos? Las preguntas percutían con fuerza en sus sienes.
«La discusión fue en la cocina. El arma, un
afilado cuchillo. El aire del frio piso se llenó de pena y muerte en apenas
unos segundos. En el suelo yacía el cuerpo desangrado de la mujer. En la cuna,
inmóvil, la inocente criatura. Fue en un momento de enajenación, de ira
furibunda.»
Se fijó en la hora de envío del correo. Las 3:55. De repente, el mazazo de realidad le golpeó inmisericorde, y se echó a llorar desconsolado al leer la última línea:
«Nada me ata ya aquí. Lo siento mucho, papá, mamá.
Perdonadme. Os quiero.»
Tan real como la vida misma.
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