sábado, 30 de enero de 2021

EL REPORTAJE DE SU VIDA, por Tomás Sánchez Rubio.

 


Tomás Sánchez Rubio

 

            Ya de pequeño, Agustín jugaba a ser presentador de noticias. Llenaba la mesa camilla de papeles abandonados a un estudiado desorden y se ponía a hablar de manera solemne, como si, en vez de a su tortuga Eloise mirándolo con la cabeza levantada y ojos ausentes, tuviera delante una cámara de TV que lo conectara con un público entregado e imaginario. Apoyaba a su derecha un micrófono fabricado con tres alambres gruesos envueltos en papel con cinta aislante negra, que se abrían como patas de insecto para ganar estabilidad; el mismo artilugio con el que, durante el recreo, corría detrás de los compañeros que acababan de meter un gol o iba al encuentro de quienes se habían enzarzado en alguna disputa. En estos casos, se solía dirigir al que hubiese resultado peor parado a fin de que denunciara la violencia de la que había sido objeto. Percibía cómo las personas no hablaban con naturalidad cuando se les preguntaba; algo así como cuando estaban en la consulta del médico e intentaban encontrar las palabras adecuadas.

            En una ocasión no lo dejaron ir a casa de un amigo, que había pillado la rubeola, para entrevistarlo con su fiebre y sus sarpullidos.

            Por supuesto, disponía del correspondiente diario de reportero: un voluminoso bloc de gusanillo con pasta dura y doble raya. Lo hubiera preferido cuadriculado, pero era el que su padre le había comprado cuando Agustín llevaba unos días en cama con anginas, y, aguzado el ingenio o bien la percepción de las cosas por la fiebre y el ayuno, se le estaban ocurriendo muchas historias que escribir.

            En casa solo se compraba el periódico los domingos, si bien quien más provecho le sacaba era él. Tras ver la programación de la tele, buscaba ávidamente las entrevistas y los sucesos; dejaba a los mayores las esquelas y a sus hermanos, la cartelera de cine.

            Tras el cuaderno “de las anginas” y los que habrían de venir después, lo siguiente fue, en Reyes, un magnetofón con su micrófono independiente y su cargamento de pilas. Aparte de servir para ponerle música de fondo a su vida de preadolescente, consideró que ya se le había reconocido cierta seriedad a sus aptitudes.

            Recién llegado al instituto, una profesora de lengua organizó la clase por equipos y le mandó a cada uno la tarea de entrevistar a alguien “más o menos conocido” del barrio. Agustín pensó enseguida en una mendiga que se sentaba, junto a un carrito lleno de misteriosos enseres, en la acera de la farmacia; no pedía nunca y jamás respondía a los insultos de maleducados y ociosos. Sus compañeros, a cambio de que él se encargara del “grueso” de la actividad —es decir, de hacerla íntegramente—, accedieron. Al principio ella lo miró con desconfianza; luego, no tuvo inconveniente en hablarle de su infancia de niña normal hasta que empezara a escuchar un día voces que le impedían concentrarse… A partir de ahí, todo cambió. Cuando le preguntó por un momento especialmente feliz en su vida, ella sonrió con tristeza evocando aquel verano en que su padre la enseñó a montar en bicicleta...

            Al acabar el bachillerato, habiendo dirigido la revista del centro por cuatro años, tenía, por supuesto, muy claro lo que quería: estudiar Periodismo.

            En la Universidad, unas asignaturas le gustaban más que otras. Con lo que realmente disfrutaba era con las prácticas. Al finalizar, tras trabajar en diversas periódicos locales y en una modesta emisora de radio, había decidido encauzar su carrera como freelance. En la actualidad no podía quejarse, la verdad, pero lo cierto es que quería algo más. No sabría decir si lo que pretendía era el reportaje de su vida que le diera fama, gloria y dinero, pero desde hacía tiempo pensaba en una entrevista “especial”, algo no conseguido hasta entonces… Esa entrevista podría considerarse, vista la edad a la que estaba llegando, como su gran oportunidad, o también como su último cartucho; según se mirase...

            Al final la conseguiría.

            Llevaba meses esperando ese momento. Sus esfuerzos y su perseverancia se habían visto recompensados. Intuía que algo valioso de sí mismo se había quedado en el camino; quizás una parte de su alma… Al fin y al cabo, en la vida todo tenía un precio. La verdad es que, llegado este momento, todo parecía haber resultado más sencillo de lo que en realidad había sido.

            Y es que ahí estaba un agradable viernes de abril, en un salón impresionante, digno de un museo del Barroco. No se sentía impaciente, pero se le apeteció asomarse a un gran ventanal. Era un día de sol radiante. Enfrente había un parque y se fijó en la escena que se desarrollaba allí: un muchacho estaba enseñando al que sería su hermano pequeño a montar en bicicleta. El joven agarraba el sillín por detrás y el niño hacía grandes esfuerzos por mantener el sentido recto del vehículo. Se veía al mayor cansado, pero también feliz. El más joven entre nervioso y asustado, sonreía con los dientes apretados. Agustín, no sabiendo muy bien por qué, se emocionó un poco.

            Volvió a sentarse en aquella especie de silla curul labrada, a esperar. La secretaria, cordial pero muy seria, pasó de nuevo para decirle que lo recibiría en breve. Respiró hondo y miró hacia lo alto, al elevadísimo techo. Tuvo entonces la sensación, más bien la visión, ante las delicadas molduras y retorcidos roleos que adornaban la parte superior de las paredes tapizadas, de que esa cubierta infinita pintada con escenas tanto bíblicas como mitológicas, de que toda esa suntuosidad encerraba en verdad las bóvedas de una fría caverna, la cámara de un volcán helado que se hallaba no solamente bajo tierra, sino en lo más hondo de la más profunda sima que pudiese imaginar una mente mortal...

            Y Agustín decidió marcharse. Quizá la mejor noticia, al menos para él, era que había acabado renunciando, sencillamente, al que hubiera sido el “reportaje de su vida”.

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