Las luciérnagas encendidas del amanecer
se cuelan por los orificios de la persiana.
Se escucha el trote de un caballo,
irrumpe en la habitación transparente,
sudoroso se detiene, mientras devora la luna;
la lleva desmadejada en la boca
como si fuera un manojo de hierba tierna,
ardiente, líquida como lava,
le chorrea, la luna, por la comisura de los labios.
Envuelto en una oscura neblina, es todo oscuro,
rojo oscuro, verde oscuro, azul oscuro.
Cargado de vacío y sombra atraviesa un largo pasillo.
¿Qué ha venido a hacer
a este mundo este viejo caballo?
Se dilatan sus pupilas acechando en la umbría.
¡Alerta, alerta! ¡La sombra que no escape!
Sólo la caída de la tarde me devuelve el sosiego,
la ansiada calma.
Tú, el de la lámpara incandescente, llega y alumbra,
dieciocho veces he pronunciado tu nombre.
¿Por qué, disponiendo de tu lámpara divina,
nos dejas morir en esta oscura tiniebla?
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