lunes, 14 de enero de 2019

UNA HISTORIA, por Tomás Sánchez Rubio.




            Era solo un punto en la lejanía. El sol, al atardecer, se volvió rojizo manchando de ámbar y de violeta los jirones de nubes que encontraba en su declinar. Luis caminaba por la fría arena en uno de sus acostumbrados paseos por la playa; una playa vacía en un martes cualquiera de otoño. Se había convertido en parte de su rutina diaria desde que, dejando tantas cosas atrás, se instaló en aquel pueblo junto al mar.
            El punto que había contemplado en la distancia comenzaba a concretarse como una persona que caminaba en sentido opuesto al suyo, a su encuentro. Los dos marchaban a un paso parecido, ambos descalzos, con las manos atrás... Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Luis distinguió a un hombre que se detenía de vez en cuando para mirar las olas como él mismo solía hacer en sus paseos vespertinos. Tenía una edad parecida a la suya, a pesar de que aparentaba ser bastante mayor. Ya a su lado, vio que le sonreía con un gesto cansado y lo miraba fijamente a los ojos. Pensó que iba simplemente a saludarle, como es lo propio entre dos caminantes solitarios que se encuentran en un paraje deshabitado. Sin embargo, se paró de pronto frente a él y comenzó a hablarle:
—Hola, Luis, ¿qué tal?
Mientras Luis, sorprendido, escrutaba su rostro para intentar reconocerlo sin éxito, el desconocido siguió en un tono neutro, sin entusiasmo, sin tristeza, con voz clara y firme:
—Debes volver. Te he acompañado demasiado tiempo... La primera vez que nos encontramos fue aquella tarde lluviosa de abril, cuando tus padres hicieron que te sentaras frente a ellos en la sala de estar para decirte que iban a separarse. También era yo quien te tenía cogido del brazo una fría mañana de diciembre en el entierro de tu padre tras más de dos años sin hablarle, mientras tu hermana te miraba sin reproche, pero con pena. Ese día te despediste de ella con prisas y sin mirarla a la cara. Te acompañé, pasados unos años, cuando llevasteis, ante tu insistencia, a vuestra madre a aquella residencia un domingo por la tarde; igualmente yo estaba allí cuando ibas a visitarla cada dos semanas. Os escuchaba charlar brevemente de la comida, del tiempo, de sus vecinos... Yo iba a tu lado en el coche cuando volvías serio tras cada una de aquellas visitas.
Sé que notaste más que nunca mi presencia aquel día que decidiste, con un nudo en la garganta, pero simulando resolución, dejar a tu mujer, tu novia de toda la vida, la que te quería a pesar de tu carácter difícil, la que te esperaba a la puerta de la academia con las manos frías metidas en los bolsillos de ese abrigo barato que tanto te gustaba. No quisiste darle hijos como ella deseaba, pero a pesar de todo seguía amándote...
            Después volviste a alejar de ti, sucesivamente, a todos aquellos que te querían. Aparentemente actuabas por pereza, por temor a la responsabilidad, al compromiso. Mi presencia, sin embargo, se hacía más notable dentro de ti. No te dabas cuenta, pero llegó un momento en que yo pasaba la noche mirándote en tanto dabas vueltas en la cama. Entraba en tu breve y entrecortado sueño y te revolvías inquieto...
            De nada sirve tenerme presente en tu vida, Luis. Es hora de que me vaya. Mi presencia te ha hecho daño, porque lo único que he conseguido es que huyas.

            Se dio la vuelta y, sin despedirse, pasó de largo de Luis y continuó su camino. Luis se dio la vuelta y lo vio alejarse, hasta que se convirtió de nuevo en un punto en la lejanía... Aún no era de noche. Era extraño, como si el tiempo se hubiera detenido...
            Entró confuso en casa. Cogió el móvil. Tras dudar unos instantes, buscó la agenda y marcó aquel número que un día había borrado... Cuando acabó de hablar, hizo la maleta: había decidido volver.

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