lunes, 14 de enero de 2019

UN PUNTO EN LA LEJANÍA, por Gloria Acosta.




Era solo un punto en la lejanía, una luz tenue en la noche o un haz incandescente bajo el ángulo meridiano del sol, blanca sobre el verde, coronada de rojas ondulaciones de teja muslera, luciendo ventanales que desafiaban el rigor de los inviernos en la comarca. No se percató de su existencia hasta pasado un tiempo de su llegada, cuando el cambio estacional provocó el destello en una ventana de la cara norte, que fulminante, proyectaba la luz sobre los pinos.

 La soledad de Llano Negro sobrecogió en un principio su ánimo socavando la determinación de su impuesta soledad tentándolo a regresar a lo conocido, al mundo rutinario de la ciudad de la que huía en un último intento. Sin embargo pronto una inusual quietud se apoderó de él afianzando la decisión tomada. Era ese silencio lo que buscaba y que le proporcionaba la pequeña casa alquilada en la zona más alejada del núcleo poblacional lo que le devolvería la motivación perdida hacía ya tanto tiempo, sin embargo la evidencia de  las hojas en blanco agolpadas en el suelo como si aquella condenada Olivetti que descansaba indolente frente a la ventana se negara a incrustar sus manecillas en la cinta negra, revelaba una verdad que mermaba su maltrecha inspiración. 

Algunas tardes lograba liberarse de la presión de la editorial  saliendo a pasear por los caminos polvorientos salpicados de pequeños caseríos abandonados o de modestas viviendas de  agricultores de la zona. Era una buena tierra gracias a los alisios que barrían la  humedad esparciéndola por las copas de los árboles para enfilarse finalmente ladera abajo entre barrancos, en su afán de fundirse con el mar siempre vigilante a lo lejos. Fue ese loco viento en las interminables noches de invierno el que lo arrancaba de la cama obligándolo a sentarse en la mesilla a  escribir esa historia que no llegaba y el que le impulsó a acoger al cachorro de pastor garafiano que arañaba incansable su puerta. La ventera y los asiduos al bar de  La Mata no dieron señales del  dueño y decidió darle una tregua a su soledad y a la del pobre animal lisiado en el que vio reflejada su propia desazón.

  La compañía de aquel lupoide logró apaciguarle el ánimo y volvió a sentarse frente a la ventana con el calor de aquel cuerpecito peludo y ocre cubriéndole los pies.

  Ocurrió con la llegada de la primavera que prestó atención a una casa blanca entre el pinar de Las LLanadas. Un ígneo rayo de sol incidía sobre las ventanas de la cara norte lanzando destellos cual montañero perdido agitando un espejo. Le pareció que no había estado  allí y se preguntó si estaría deshabitada como tantas otras de los alrededores, pero en la parte trasera se vislumbraba un hilo de humo proveniente con seguridad de la cocina. Pronto dejó de interesarle mientras los días fueron transcurriendo lentos y densos entre paseos con su cachorro cojo, algunos vinos en el único bar de la zona y cuartillas estériles que salían de la máquina de escribir sin parir nada que mereciera la pena. Luego estaba aquel viento endemoniado que no cesaba y una vaguedad temporal que le borró cualquier estímulo pasado, como si ya nada importara, como si los días fueran una sucesión de estampas difusas y solo las noches sentado en la mesilla frente a la ventana fueran lo único tangible. De entre la negrura del ramaje llegaba puntual y parpadeante la luz lejana de la casa blanca . Se percató de que nunca veía entrar o salir a nadie, como si el humo y  los haces de luz fueran sus únicos habitantes. Tecleó entonces la primera frase de su novela : “Era solo un punto en la lejanía”. Luego siguieron otras hasta que le pudo el sueño, pero en la mañana las hojas morían ardientes en la chimenea y por allí escapaban la campesina viuda con sus cinco hijos labrando la tierra con el día y apurando la taberna en la noche, el joven asceta buscando la conjunción con la madre naturaleza,  el matrimonio feliz en los comienzos y silencioso en el declive de los años. Allí moría cualquier intento, siete palabras salvadas de la quema en el blanco del papel, el blanco de la casa, el encierro inútil, el rugido del viento, la fatal obsesión que provoca la nada, la sequía, el abandono, la suciedad vital.

 Fue su cachorro pastor quien se atrevió aquel día a aligerar el paso. Los animales no saben de patas, viven felices, corretean, ladran y recogen pelotas sin lamentar su suerte. El punto en la lejanía fue creciendo, perfilando sus rectas, sus maderas, y su volumetría reveló la respiración habitada, patente sin traspasar la puerta. Tarde para sortear la curiosidad, quizá la forma de llenar sus páginas fuera escudriñar por la ventana, el punto final a un comienzo interminable.

  El anciano de aspecto sucio y desaliñado quemaba algo en la chimenea. Un viejo pastor garafiano, jadeante, se desplazaba a tres patas perdiéndose en otra habitación. Junto a la ventana descansando en una mesilla la Olivetti dejaba leer una frase: “Era solo un punto en la lejanía”.



 

1 comentario:

  1. Magnífico como siempre Gloria. Gracias por tus letras entrelazadas hacedoras de momentos. Felicidades!!!

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