I
Me quedé sin palabras.
Le observaba y no podía creer lo que
estaba viendo. Él, tan comedido en sus ademanes, tan cincunspecto y recatado en
muchos aspectos, tan formal y discreto ―hasta
aburrido, diría yo― y va y me sorprende
con su lado más transgresor e irreverente.
―¿Pero de verdad vas a salir así a la
calle? ―le espeté inmisericorde mientras contemplaba aquel maniquí desgarbado
que se repasaba el carmín con fruición.
―Pues sí ―me respondió sin prestarme
atención. ¿Pero qué se habrá creido éste? Algo raro estaba ocurriendo. Después
de tres años de convivencia, seis de relación formal, no podía ser que así, de
repente, una persona cambiase tan rápido.
―Pero Juan ―bajé algo el tono para
hacerle entrar en razón ―¿tú te has visto bien? Vas a hacer el ridículo así
como vas. Y no te digo ya el frío que vas a pasar...
Es que lo teníais que haber visto.
Ese cuerpo de alfeñique estaba embutido en unos panties color carne que
soportaban, cual flamenco, la incipiente barriga, rodeada ésta por una escueta
faldita plisada en tono rosa palo. La blanca blusa de puño vuelto apeñas podía
ocultar la camiseta interior que asomaba por aquellos burdos pechos de
plástico. Y para rematar la mamarrachada, un pelucón barato de color platino.
―Por lo menos me podías haber pedido
permiso para coger prestado mi sujetador, ¿no te parece? ―me estaba empezando a
mosquear de verdad, pero no ya por el hecho en sí del inesperado travestismo,
sino porque aparentemente le daba igual todo. Nunca se había atrevido a
llevarme así la contraria, sin tapujos.
―No te importa, ¿verdad? ―fue su
respuesta indolente.
Aquel lunes de carnaval parecía que
iba a ser un punto de inflexión en nuestras vidas. Empezaban a cambiar roles
tan consolidados como rocas en nuestra relación. Tal vez fuese culpa mía. Los
siete años que nos separaban nunca parecieron un problema insalvable, aunque
era posible que mi carácter hubiera podido ser un obstáculo para que Juan
pudiera expresarse con toda libertad. Sí, lo reconozco, me gusta llevar la voz
cantante, en todos los aspectos. De acuerdo, puede que le haya condicionado de
alguna manera, pero es que a veces parece tonto. Si no fuese por mí, habría aceptado aquel trabajo en esa ONG,
cobrando una miseria y trabajando incontables horas. O se habría apuntado a ese
módulo nocturno para terminar cuidando animales en cualquier perrera. Trabajar
de comercial con mi padre en su empresa de recambios de automóvil era lo mejor
para él, bueno, para ambos. Un trabajo estable, un sueldo fijo, un buen
horario. Además, mi padre lo adora como al hijo que nunca tuvo. Cuando ya no
esté, tendremos el futuro asegurado.
―¿Y para esto te has pedido la tarde
libre, para hacer el tonto por ahí?
―¿Tan mal te parece que me divierta
de vez en cuando? ―me respondió mientras estiraba la gomilla de la máscara, que
terminó ajustando a su nariz. Ese fue el remate, aquellos mofletes sonrojados y
las pestañas dibujadas en abanico sobre las hendiduras de sus ojos. Un
auténtico e irreconocible mamarracho.
Pero lo que más me molestó fue su
tono hiriente. ¿Acaso quería decir que no se divertía conmigo? Reconozco que a
veces soy un poco seca, y que las ñoñerías no van conmigo. Cuando nos conocimos
me encantaba su espontaneidad y frescura, esa jovialidad a la que no estaba
acostumbrada. En casa siempre estuve bajo el ojo escrutador de mi padre, que
nunca me perdonó haber nacido mujer. Con el tiempo, sobre todo una vez
comenzamos a vivir bajo el mismo techo, las tareas domésticas, las obligaciones
y un cierto hastío nos fue distanciando. En la cama, ya nunca volvímos a ser
aquel volcán que lo consumía todo a su paso. Supongo que es normal, ya no somos
unos niños. Pero de ahí a dejar caer que soy una siesa...
―No, hombre, no ―le respondí
mientras recogía la mesa―.¿Has quedado con alguien?― pregunté en tono
indisimuladamente inquisitorio.
―He quedado con éstos― respondió
desabridamente.
Con “éstos”, me dijo. Ya conocía yo
a “éstos”. ¡Vaya recua de haraganes!. Cuando conocí a Juan se me arrimaban como
moscones, nunca habían tenido tan cerca una mujer así, exhuberante y experta.
Pensaban que era una de esas que se divierten con los jovenzuelos, nada más
lejos de la realidad. Panda de moscones. Cuando les dí calabazas a uno tras
otro, trataron de sembrar cizaña entre Juan y yo. No lo consiguieron, al contrario,
se distanció de ellos. Pero de un tiempo a esta parte, han vuelto a quedar. O
al menos, eso es lo que me hacía creer. ¿Pero y si no fuese así? ¿Y si estas
últimas salidas no obedecieran a reencuentros con los camaradas? ¿Y si el
cabronazo hubiese encontrado alguien más joven, alguna pipiola que le riese las
gracias y que le ofreciese algo de carne fresca?
II
Candela no pudo reprimir el deseo de
saber qué estaba tramando Juan, así que, tras dejarse caer por casa de sus
padres ―su madre yacía enferma en cama desde hacía algunos meses, la cosa no
pintaba bien― pasó por una tienda de disfraces, se compró una capa con caperuza
negra y una máscara barata, y se fue directa a la zona de copas por la que
sabía que Juan solía quedar con sus amigotes. La algarabía era generalizada. En
uno de los locales, al final de la barra, se encontró con la sorpresa.
«Ahí está, comiéndole la boca a esa
guarra, los dos uniformados de la misma manera, seguro que tenían planeado el
encuentro desde hace ya mucho tiempo. Y yo, como una tonta...»
Se tenía por una mujer fuerte, pero
aquello la superó por completo. El castillo de naipes se vino abajo de repente,
su confianza hecha añicos en un segundo. Salió de aquel sitio con lágrimas en
los ojos, le temblaban las piernas, casi no podía respirar, así que llegó a la
esquina y se introdujo en el callejón, apenas alumbrado por una mortecina
farola. Allí dio rienda suelta a su congoja desmedida. Por su cabeza pasaron
tantas cosas. ¿Tendría ella la culpa? ¿Por qué Juan no se había sincerado si
realmente había dejado de quererla? ¿Habría posibilidad de arreglarlo, de
reconciliarse?
Si le hubiesen preguntado sobre este
episodio, ella no hubiese sabido decir si aquello duró segundos o minutos. El
caso es que la pena dio paso a la
rabia, el sentimiento inicial de culpa se transformó en un ánimo de venganza
irrefrenable. Y la ocasión se presentó mucho antes de lo esperado.
En la penumbra se abrió una puerta.
Las notas musicales y las luces de colores traspasaron el umbral durante unos
segundos. Al dar el portazo, el palpitar del otro lado se podía percibir en el
ambiente. Apoyado en la pared, de espaldas a la puerta, la travestida figura
prendió un pitillo, y la columna de humo comenzó a ascender formando volutas.
El oportuno ladrido de un perro, no muy lejos, acalló las pisadas de Candela,
que se aproximó portando en su mano derecha una botella que cogió de un
contenedor.
El estrépito del encontronazo del
vidrió contra la nuca del incauto fue seguido de un grito de liberación: «¡Cabronazo!»,
profirió con todas sus fuerzas.
No sé quedó a comprobar el resultado
de su arranque de ira. Jadeante, separó sus dedos para dejar caer el exiguo
resto del casco. Se dió la vuelta y se perdió entre la multitud que recorría la
avenida. Deambuló durante un buen rato hasta su casa, con la mirada perdida, la
mente abotargada por el impacto emocional. Sin desnudarse, se sentó en la cama,
era incapaz de pensar, de expresar ningún sentimiento por lo que acababa de
pasar. Pero necesitaba descansar, aunque sus párpados se resistían a sucumbir a
la ley de la gravedad. Tomó una dosis doble de sus pastillas para dormir y se
metió en la cama. Antes de que el sueño la venciese finalmente, sólo una frase
pronunció en voz alta: «No quería hacerte daño».
III
La cabeza me iba a estallar. Me
pareció oir en más de una ocasión el teléfono, seguro que me llamaban de la
oficina, preguntándose por qué no había acudido. Pero es que no podía tenerme
en pie. La persiana del cuarto se había quedado alzada, así que mi cuerpo comenzó
a reaccionar cuando el tibio sol de febrero se coló por la ventana, calentando
la estancia. Una vez más, la estridencia telefónica me perforó los tímpanos,
así que no me quedó más remedio que contestar, sin darle tiempo a rechistar a
mi interlocutor.
―No me encuentro bien, pero ahora
mismo me tomo un ibuprofeno y me marcho para allá...
―Candela, soy yo. ¿Te encuentras
bien? Te he estado llamando...
Escuchar la voz de Juan al otro lado
del teléfono me removió por dentro. No sabría decir si sentí más alegría que
alivio, después de lo ocurrido hacía apenas unas horas.
―Sí, estoy bien, sólo he pasado mala
noche. ¿Y tú? ¿Estás bien? Siento tanto lo que pasó ayer...
―Ya, ya. Pero verás, ahora estoy en
el hospital.
―Pero te encuentras bien, ¿verdad?―
no podía evitar sentir remordimientos por mi impulsiva reacción.
―Perfectamente. Pero tengo algo que
contarte. No es ésta la manera en la que tenía pensado decirtelo, pero dadas
las circunstancias...
―Que me dejas― no le deje
continuar―. Escucha, Juan, sé que no estuvo bien lo que te hice, pero supongo
que no irás a tirarlo todo por la borda sin al menos escucharme. Ya me conoces,
a veces saco mi genio y...
―¿A qué viene eso ahora?― respondió
confundido―. Escúchame atentamente, por favor, aunque sólo sea por una vez.
―Pero, ¿por qué no vienes a casa y
hablamos? No veo razón alguna para mantener esta conversación por teléfono.
―Yo sí tengo una razón. Como te
decía, estoy en el hospital, con Santi. Anoche estuvimos juntos. Salió un
momento a fumar y algún bestia le partió la cabeza.
Me quedé petrificada. No podía ser
una casualidad. Intenté mantener el aplomó e indagué.
―Pero se encuentra bien, ¿verdad?
―No, no está bien. De hecho le han
inducido el coma. El coágulo es importante. Las próximas horas son cruciales. Y
yo...yo no puedo vivir sin él.
Esas últimas palabras de Juan, entre
sollozos, terminaron por desquiciarme. No sólo es que me estuviera engañando,
es que además lo hacía con quien menos me podía imaginar. Me sería imposible
competir en igualdad de condiciones. No podía recuperar a alguien que por fin
mostraba su verdadera identidad sexual.
―Candela, sé que no es fácil de
entender, pero ahora no puedo hablar de esto. Te pediría por favor que
preparases una maleta con mi ropa. Mandaré a un amigo para recogerla. No
volveré a casa, al menos no hasta que Santi se ponga bien. Porque se va a poner
bien. Y cuando eso ocurra, ya hablaremos.
Escuché esas palabras ya hundida,
sin bote salvavidas al que asirme. No sabía en qué tipo de engaño había estado
viviendo los últimos años. Pero el colofón a esta esperpéntica situación fueron
las últimas palabras del que hasta ahora había sido mi pareja:
―Y te prometo que cuando encuentre
al energúmeno que le ha hecho esto a Santi, no voy a parar hasta destrozarle la
vida.
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