miércoles, 14 de marzo de 2018

AL OTRO LADO, por Antonio Morillas Jiménez.



Me quedé sin palabras cuando bien entrada la tarde llegué a la pensión y, después de asearme, me dispuse a redactar el informe sobre la conferencia La modernidad y el mundo rural a la que asistí por la mañana. Desde el otro lado de la pared, que se me antojó de papel, llegó hasta mis oídos un grito en forma de ¡NO! desesperado, seguido del llanto de una chica que imaginé adolescente: 
- ¡Mamá, no quiero morir!  -dijo la misma voz temblorosa. 
Aquellas palabras pusieron en alerta mis sentidos y acerqué el oído a la pared. Aparté el portátil a un lado, encendí un cigarrillo. 
- No, hija mía, no vas a morir -contestó otra voz cálida, que intentaba calmar la desesperación de la más joven-. Hemos venido a Madrid porque aquí están los mejores especialistas, nada más. 
-  Pero si mi enfermedad no fuese grave me habrían curado en nuestra ciudad.
- Sí, pero queremos tener una segunda opinión que corrobore el diagnóstico y el tratamiento, solo para asegurarnos, hija mía -dijo la madre, ahora con voz firme que fue pausando poco a poco hasta hacerse casi un susurro.
La chica seguía llorando y la voz adulta le advirtió de que si seguía así iba a conseguir que llorase ella también y entonces se ahogarían las dos en un mar de lágrimas. La chica se sonó la nariz.  
- Cálmate, hija, confía en mamá. Todo va a salir bien. 
Se hizo el silencio e intenté proseguir con mi informe, pero no era capaz de concentrarme. “Pobre chica”, pensé, y me pregunté cuál sería la grave enfermedad que la aquejaba. 
Al cabo de un rato, durante el cual solo se escuchaban suspiros, como epílogo de un llanto amargo, la madre, con la voz de quién quiere aparentar normalidad, cambió de tema: 
- ¿Te ha gustado el Museo Sorolla? -preguntó. 
- Sí, es muy acogedor -dijo la niña con desgana. 
- ¿Y qué cuadro es el que más te ha gustado?
- Es difícil decir solo uno. Quizás el de la madre con el hijo recién nacido en la cama blanca -respondió.
- En la tienda estaba la litografía, ¿te gustaría que la comprásemos? 
- No, he visitado el Museo, es suficiente. Bastantes gastos tenéis conmigo. 
-  No digas tonterías. 
Después de una pausa, continuó la chica: 
-  Además, ¿has visto el precio de las litografías? 
- Es igual, por ti daría la vida si fuese necesario –respondió la madre ahogándose la última palabra en la garganta.
- ¡No me quiero morir, mamá! -volvió a repetir sollozando.
Las palabras de consuelo de la madre surtieron efecto y pareció que se calmaba. 

Había caído la noche. Las imaginé dormidas, abrazadas, la madre tragándose su amargura, y un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en el vuelco que daría mi vida si alguno de mis hijos tuviese una grave enfermedad. ¡Qué afortunado soy!, pensé.
Retomé el ordenador y en Internet comprobé el precio de la litografía que tanto le gustaba, MADRE, lo tituló el pintor, con el que celebraba el nacimiento de su última hija, Elena. En el lienzo, de grandes dimensiones, y entre una variedad de blancos en paredes, almohada y colcha, destacan solamente la cabeza del bebé y la de su madre, Clotilde. ¡Qué barbaridad!, me dije.

Al día siguiente, a primera hora y antes de regresar a mi ciudad, me acerqué al Museo y compré la copia. Volví a la pensión para dejar en recepción el cuadro, enrollado, para la chica de la habitación contigua, con una nota en la que le deseaba toda la suerte del mundo y toda la fuerza necesaria para seguir luchando.  

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