I
Entorné
los ojos por primera vez para descubrir que el océano cálido que me albergaba
se había esfumado. En su lugar, la hostilidad de un frío fulgor y bruñidas
superficies. Mi atadura vital fue truncada sin pedir permiso, primera cicatriz
de las muchas que siguieron. De entre los broncos ecos, un sonido reconocible
pronunciaba de forma reiterativa fonemas familiares. ¿Será ese mi nombre?
Desiderio. El aliento de mi madre susurraba tiernas palabras, mientras sus
inmensos ojos me alumbraban. Única recompensa para tan trágica transición,
sangre, dolor y un incierto futuro por delante. En mi nuevo hogar me esperaba
un padre pegado a un vaso de aguardiente, ausente a tiempo parcial, una hermana
que me miraba con recelo y un perro que, de cuando en cuando, olisqueaba mis
pañales, para a continuación restregar su contaminado hocico contra la cara de
mi deudo.
Mis
primeros pasos fueron erráticos pero tempranos, fruto del ansia por conocer el
vasto mundo que me rodeaba. Cuando dominé aquel pasillo sombrío, el siguiente
desafío fue comprobar si podía vencer yo solito a la imponente escalera. Casi
me rompo la crisma aquel día. Cada escalón que golpeaba mi cuerpecito fue como
una pequeña lección para mí: “paso a paso, Desiderio”. Así empezó mi ansia
exploratoria.
II
Entorné
los ojos esperando que sus púberes labios mojaran los míos con el rocío de sus
seis primaveras. Craso error. Cuando los volví a abrir, sólo llegué a
vislumbrar el vuelo de su falda doblando la esquina del callejón. No importaba,
le daría otra oportunidad, era normal sentir vergüenza ante sentimientos tan
nuevos, tan tempranos. Me giraba cada dos por tres en el pupitre con cualquier
vaga excusa, solicitando una goma de borrar, un sacapuntas, acaso una regla con
que trazar rectilíneas infinitas, como el amor que le profesaba. El aula se
antojaba hostil, aquello era repetitivo, un sinsentido, un insulto a mi
incipiente inteligencia infantil. Quizá por eso buscaba refugio en mi corazón y
no en mi mente.
Amparo.
Parecía un nombre perfecto para dar cobijo a mis necesidades básicas. «El niño
come poco», decían las vecinas. ¿Qué sabían ellas de las verdaderas necesidades
de un infante enamorado? Fue a Santiago, sentado a mi lado año tras año, podría
decirse que mi único gran amigo de infancia, al que confesé estos sentimientos
tan profundos. Un arranque de rabia me obligó a dejar aquel colegio. Pero nunca
soporté la traición. Una cosa es hacerse la interesante y no dar su brazo a
torcer, a pesar de hacerme ojitos durante el recreo, y otra cosa es besuquear al
baboso de Santiago sólo por ofrecerle un bocado de su asqueroso bocadillo de
mortadela. Maldito enano. La pedrada la tenía más que merecida.
III
Entorné
los ojos para concentrarme, una vez más, en las preguntas del examen. Tenía que
obtener una buena nota para no bajar la media que tanto trabajo me había
costado mantener en el último trimestre. Las fórmulas parecían revelar sus
intrincados secretos entre los vericuetos de mis neuronas. Un esfuerzo más y
tendría acceso a una buena universidad. Otra vez las hormonas en forma de
voluptuosas caderas se cruzaron en mi camino. ¿Pero cómo osar rechazar la
compañía de aquella diosa griega? Helena. Era pronunciar su nombre y sentir una
catarsis gonadal. Cerramos un trato, supuestamente beneficioso para ambos. Yo
le ayudaría con la física y las matemáticas y ella sería mi cicerone en los
eventos extra-académicos, estaba claro que las habilidades sociales no eran mi
fuerte.
Nuestros
encuentros para estudiar se convirtieron en auténticas torturas chinas, en gran
parte porque era difícil resistir la tentación de no mirar aquellos pechos bajo
blusas tan escuetas. Los fines de semana fueron subiendo en intensidad a medida
que mi anfitriona de fiestas juveniles progresaba en su ingesta etílica. Hasta
que una noche, en una típica fase de exaltación de la amistad, la cosa se nos
fue de las manos y terminamos la madrugada envueltos en la misma sábana. Para
mí supuso mi primer polvo y también mi primer suspenso. Seguro que para ella,
todo lo contrario, una muesca más en su culata y un aprobado que hubiera
conseguido igualmente arrimando su ascua a otra sardina (léase tutor).
IV
Entorné
los ojos y al volver a abrirlos pude ver a través de la escotilla un nuevo
amanecer. Los humanos no somos conscientes de lo pequeños que somos hasta que
no nos vemos desde cierta distancia. Fronteras, razas, religiones, todo lo que
aparentemente nos separa, se desvanece cuando puedes tener el privilegio de
experimentar la visión de esta gran masa
de agua y roca que surca el espacio a velocidad inverosímil. “Desideral”. Así
me bautizaron mis compañeros rusos del programa espacial cuando comencé mis
primeros entrenamientos: piscina, simulador y luego ingravidez en aviones a
gran altura. Atrás quedaron las clases de física, un amargo divorcio (mucho tuvieron
que ver mis largas ausencias) y la muerte de mis padres en trágico accidente.
Un largo periplo para cumplir un sueño. Mi pertinaz pesimismo me hacía
preguntarme, suspendido en el espacio, qué sería de mí una vez pusiera de nuevo
mis pies sobre la superficie terrestre. No ya en cuestiones meramente
crematísticas, tenía una cátedra y podría complementarlo con conferencias sobre
mi experiencia espacial, sino más bien el rumbo que tomaría mi vida en el plano
sentimental, llegada ya la madurez.
Mis
cuitas pronto se resolvieron. Quiso el azar que volviera a mi ciudad natal como
parte de un equipo de expertos en misiones espaciales. Tras finalizar la
charla, una mujer se aproximó para saludarme.
―No has cambiado nada, Desi― me dijo en tono informal. Al principio me
costó reconocerla. Sus profundos ojos negros y su mueca peculiar me dieron la
pista. ―¡Amparo!―grité, y le endiñé dos efusivos besos en la mejilla. Tras unas
palabras recordando a antiguos compañeros y profesores, intercambiamos
teléfonos con la firme promesa de mantener el contacto. No tardé ni
veinticuatro horas en llamarla. Tras un largo café, me confesó que su
matrimonio con Santiago (sí, el mismo Santiago) hacía aguas desde hacía tiempo,
que su vida había girado completamente alrededor de su marido y sus hijos, y
que ahora que habían abandonado el nido, se sentía vacía y algo perdida. Ni que
decir tiene que acabamos en una habitación de hotel, dando rienda suelta a
nuestras bajas pasiones. El paso del tiempo y los avatares de la vida alteran
de tal forma nuestra percepción del mundo y de nuestros propios pensamientos
que yacer con Amparo me produjo sentimientos encontrados. Placer, sí, pero no
pasión, y una profunda melancolía por haber olvidado lo que llegué a sentir por
ella una vez. Al día siguiente, abandoné la ciudad, con la firme convicción de
no volver en una buena temporada. No sin antes tomarme un tiempo para, a través
de algunos contactos que mantenía con antiguos compañeros, localizar a
Santiago. Le llamé, me identifiqué y le dije sin tapujos: ―Me acabo de follar a
tu mujer―. Habían pasado cuarenta años, sí, pero aquella pedrada que cambió mi
vida me supo a poco. Ahora ya estábamos en paz.
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